jueves, 6 de junio de 2013

Educar en Derechos, Educar en Deberes

Ocho de la mañana de un día cualquiera. Dos chicos de 13 ó 14 años, pertenecientes a dos familias normales de clase media apuran, cada uno en su casa, sus respectivos desayunos, antes de disponerse a afrontar la jornada escolar.
El chico “A” termina el desayuno y, antes de levantarse, echa un vistazo a la mesa, frente a él. Además de su cuenco vacío, su plato y su cuchara, ve el bote de cacao soluble, la caja de cereales abierta, un tertra brik de leche y, un poco más allá, entre migas y restos de copos de avena, el cuenco y el plato de su hermano mayor, que acaba de marcharse apresuradamente, farfullando un ininteligible “hasta luego” con la boca aún medio llena. Consulta su reloj. Todavía le quedan unos minutos antes de que pase el autobús de la “ruta” que ha de dejarle en el colegio.
Sin pensarlo dos veces, alarga la mano para coger los cacharros sucios que ha dejado su hermano. Los pone sobre los suyos y los lleva todos juntos a la cocina, colocándolos en el interior del lavavajillas después de enjuagarlos superficialmente en el fregadero. A continuación, recoge el cacao, los cereales y la leche y sitúa cada cosa en su correspondiente alacena. Con una bayeta limpia los restos que quedaban sobre la mesa y, tras lavarse los dientes y arreglarse un poco, agarra su mochila y sale a esperar el bus escolar.
El chico “B” termina el desayuno y, antes de levantarse, echa un vistazo a la mesa, frente a él. Además de su cuenco vacío, su plato y su cuchara, ve el bote de cacao soluble, la caja de cereales abierta, un tertra brik de leche y, un poco más allá, entre migas y restos de copos de avena, el cuenco y el plato de su hermano mayor, que acaba de marcharse apresuradamente, farfullando un ininteligible “hasta luego” con la boca aún medio llena. Consulta su reloj. Todavía le quedan unos minutos antes de que pase el autobús de la “ruta” que ha de dejarle en el colegio.
Sin pensarlo dos veces, alarga la mano para coger el mando a distancia y, tras dejar maquinalmente en el fregadero de la cocina su plato y su cuenco usados, se deja caer en el sofá, zapeando con destreza hasta encontrar su programa matinal favorito en la televisión. Terminado éste, se lava los dientes y, tras arreglarse un poco, agarra su mochila y sale a esperar el bus escolar.


Ambos muchachos han actuado de forma razonable.
El primero ha considerado que, aunque su madre se ocupa habitualmente de las cosas de la casa, suele llegar de su trabajo de mañanas bastante cansada y, aun no siendo mucho el esfuerzo que cuesta recoger los restos del desayuno, para ella representa un motivo más de agobio a su regreso. Él, en cambio, que está fresco y descansado a primera hora, lo hace sin apenas darse cuenta. Al fin y al cabo no ha sido su madre, sino él y su hermano quienes han ensuciado la mesa.    
El segundo ha pensado lo mismo... y por eso ha tenido el detalle de llevar a la cocina sus cacharros sucios, con el fin de ahorrar algo de esfuerzo a su madre, que es quien se ocupa desde siempre de todas esas cosas. Los otros platos son de su hermano y, por tanto, no le atañen a él. El cacao, los cereales y la leche han sido utilizados por los dos, luego ¿por qué iba a recogerlos él, si su hermano no lo ha hecho? Eso sería injusto. Además, para rendir al máximo en sus estudios, necesita empezar la jornada perfectamente despejado, y le viene muy bien relajarse un poco viendo unos dibujos animados tumbado en el sofá, hasta la hora de salir. Menudo día le espera luego, con las clases, los exámenes, la educación física... ¡uf!
*         *          *
El chico “A” ha sido educado en el deber; el chico “B” lo ha sido en los derechos. Ambos son buenos chicos, quieren a sus padres y sacan buenas notas en el colegio. Pero representan dos formas de entender la vida radicalmente diferentes. O, mejor dicho, son el resultado de aplicar una misma política educativa en dos contextos socioculturales radicalmente diferentes.
Aunque los hemos presentado como dos muchachos corrientes de nuestro tiempo, lo cierto es que sólo uno de ellos, el segundo, es representativo de la sociedad actual. Los chicos como el primero, si bien siguen existiendo, tienden cada vez más a ser una rareza, una reminiscencia de la sociedad de tiempos pasados, en la que el “bien común” se consideraba un valor siempre por encima del interés individual, y se aseguraba su observancia inculcando a los niños algo de lo que las nuevas generaciones ni siquiera han oído hablar: el sentido del Deber. Era éste un valioso mecanismo psicológico que permitía al individuo alejarse por un momento de su estrecha perspectiva egocéntrica y vislumbrar las opciones de conducta que podían resultar más beneficiosas para el conjunto social, por encima de sus intereses particulares. El individuo crecía sintiéndose parte de una comunidad (generalmente, aglutinada en torno a un ideal religioso que imponía normas universales de moralidad a todos sus miembros) y sus actuaciones se integraban dentro de un marco de convivencia que no se percibía como algo accidental, sino providencial para ambas partes[1]. Si, en ese escenario de mutua interdependencia, recibía de la autoridad incuestionable de sus padres una orden elemental, como por ejemplo “debes recoger tu desayuno”, el niño la asimilaba (no hacía falta repetírselo dos veces) y la ejecutaba impulsado por un afán de participación y colaboración, un “sentirse útil” que, estimulado y reforzado por la constante autovigilancia impuesta a través de los preceptos religiosos, le llevaba con frecuencia a exigirse más a sí mismo y ampliar el mandato por su propia cuenta, incluyendo tareas relacionadas, como recoger el desayuno de su hermano, u otras iniciativas diferentes que al siguiente día repetiría, motu proprio, sin que fuera necesario recordárselo.
En la moderna sociedad individualista, forjada en torno a la idea inversa de los “derechos”, el concepto del deber ha quedado reducido a sus aspectos más toscos y primarios, carentes por completo de cualquier proyección extraindividual: satisfacción de requerimientos básicos, por una parte (aprobar las asignaturas en el caso de los jóvenes, ganar suficiente dinero, en el de los adultos) y, por otra, evitación de multas y sanciones, por el propio bien (tendiendo a saltarse las normas siempre que se vislumbre la posibilidad de no ser “cazado”). En este escenario, el chico que reciba una orden de sus padres, lo primero que hará será preguntarse si dicha orden es realmente admisible y no vulnera de alguna forma sus derechos inalienables. A continuación, intentará demostrar que es otro (su hermano, por lo general) quien debe asumir esa tarea y, por último, tratará, simplemente, de escaquearse o “hacerse el loco”. Sólo en el peor de los casos obedecerá, a regañadientes, sintiéndose oprimido por la tiranía que sus padres ejercen de espaldas a los más elementales principios democráticos. Y, desde luego, jamás se autoexigirá ni un ápice más de lo que estrictamente se le haya pedido, ni se le pasará por la cabeza la idea de estar colaborando en un proyecto común de convivencia al ejecutar de mala gana el encargo. Al día siguiente habrá que volver a perseguirle para que obedezca, ya que su tendencia natural será siempre la de reducir, en lo posible, sus obligaciones y redoblar sus exigencias. Así como para el primer muchacho los mandatos y normas constituían una guía útil de comportamiento, que procuraba tener siempre presente bajo la atenta mirada de su propia conciencia, para el segundo no son más que obstáculos contra su libertad, que intentará eludir en la medida que pueda. Y no queremos decir con esto que sea un “maleducado” o una mala persona. Simplemente, es un producto de su tiempo.
El respeto y la obediencia hacia los padres, en cuanto escalafón superior de una jerarquía vertical, reflejo del Orden universal, por la que también los hijos habrán de ascender cuando funden, en su momento, sus propias familias, ha desaparecido casi por completo, como desapareció la figura del maestro dentro del gremio, la figura del rey dentro del Estado (no un monarca “constitucional”, sino uno de verdad) y la figura de Dios como centro del Universo. En su lugar, se ha implantado en la familia una dialéctica de enfrentamiento generacional por capas horizontales (la “generación joven”, en su conjunto, contra la generación adulta), muy similar a la “lucha de clases” a que diera lugar el desmantelamiento de los cuerpos sociales, en la que los padres ya no son referencia y guía, metas visibles de un camino ascendente común y depositarios incuestionables de la experiencia y la autoridad, sino simples suministradores de bienes de consumo y, las más de las veces, un estorbo para el libre desenvolvimiento de la juventud. Ésta se considerará a sí misma, por lo general, “más evolucionada”, “más preparada”, “más apta” que sus mayores, y a duras penas aceptará imposiciones y preceptos provenientes de generaciones “fósiles” destinadas a la extinción.
Educar bajo semejantes condiciones se convierte poco menos que en una “misión imposible”. Mientras en una sociedad impregnada de los conceptos del deber, el bien común y el respeto a una Tradición compartida por todos, medio camino estaba ya recorrido para el educador, en una sociedad individualista, focalizada en los “derechos” de cada uno, sometida a constante renovación y abierta a múltiples “opciones” contradictorias entre sí, cualquier exigencia, cualquier disciplina, cualquier norma educativa va, por necesidad, contra corriente, y la familia (y la escuela) se acaba convirtiendo en un escenario más del permanente enfrentamiento humano que es el que en realidad define, a todos los niveles, el carácter de nuestro mundo moderno.
Contra lo que tantas veces se ha repetido, los “derechos”, además de ser muchas veces engañosos, injustos o, simplemente, inaplicables, introducen en la convivencia social un turbio factor de corrupción, al imponer la exigencia como norma. A menudo se pondera hoy la “suerte” que tienen las nuevas generaciones por haber sido “educadas en los derechos”. Para nuestro particular modo de ver las cosas representa, sin embargo, un dudoso privilegio haber crecido sin conocer de cerca algo tan valioso, tan enriquecedor, tan profundamente humano y tan necesario para la sana convivencia y el desarrollo armónico de la sociedad como es el sentido del Deber.




[1] Por supuesto, es posible encontrar en nuestros días jóvenes con un alto sentido del deber, de la misma forma que en las sociedades tradicionales existían tipos irresponsables y egoístas. No se trata aquí de buscar casos particulares, sino de señalar tendencias sociales: lo que la sociedad fomentaba antes y lo que fomenta ahora, aunque determinados individuos se muestren impermeables a ello en uno u otro sentido.

3 comentarios:

  1. También aquí se puede ver una "evolución", creo yo, que desde ese estado de orden unitario en la familia, en la comunidad social y en el universo, ha ido paulatinamente introduciendo cambios hasta dar en esta sociedad que tanto miedo tiene al deber, o a perder el aparente bienestar que en algún momento ha creído obtener y ha llegado a considerar como derecho inalienable. Es difícil situar el punto cero o el estado embrionario en algún momento de la historia, porque en algunos aspectos deberíamos remontarnos a la prehistoria, cuando el clan necesitaba la coherencia interna más rigurosa para sobrevivir, y en otros aspectos, como el de los derechos del individuo, habría que situarse en el XIX, franja de tiempo en que, por ejemplo, el artista ya empezaba a dejar de servir al arte o a la comunidad a través del arte y sentía la necesidad de servir a su propio arte -a consecuencia de lo cual, una de las preocupaciones fundamentales del artista actual medio es que se lo diferencie nítidamente, no ya de sus contemporáneos, sino de sus semejantes o de los demás de su corriente especialmente-, y en el plano social, con el advenimiento de las democracias modernas, el voto empezaba a utilizarse más como expresión personal que como colaboración para encontrar el bien común. Es que sería necesaria muchísima virtud para ante cualquier logro técnico -hasta mediados del siglo XX- y tecnológico -desde dicho siglo- mantenerse con el espíritu templado de quien tiene que valerse por sí mismo y no con la prepotencia de quien, liberado de una tarea considerada propia del esclavo o clasificada como de rango inferior -como las tareas manuales propias de la vida cotidiana, inherentes a la alimentación, la limpieza y todo lo básico-, alcanza un estadio más arriba en su dedicación secundaria -el oficio, el ocio- y ya no quiere admitir ni su origen -si ha nacido en la sociedad del aceptado bienestar-, ni su pasado -si conoció momentos de penuria- ni sus deberes como todo ser vivo que tiene como estímulo primario el de ser en sí mismo, es decir, vivir, vivir cada momento como si acabara de nacer y no tuviera madre que lo alimentara -la asistencia de la cual es tan apreciada profundamente por quien ha pasado verdaderos momentos de desvalimiento-. ¿Entonces, qué?

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  2. Continuación.
    ¿Organizar campamentos de vida dura y privativa para los niños y jóvenes -y para algunos adultos que no han madurado-? ¿Investigar en el campo de la pedagogía, de la psicología, etc., como están haciendo los creadores de teorías nuevas, novísimas y post-novísimas? ¿Dejar todo en manos de la sospechada inteligencia general, o de la mano de Dios, para que todo siga de la mejor manera posible -pues no es obligatorio situarse en el pesimismo de que todo puede ir a peor-? ¿Trabajar con un poco de cada, es decir, eclecticismo y prudencia? Lo que es seguro, es que con varios factores de los mencionados y alguno más que se me escapa seguramente, la edad termina por colocar a cada uno en su sitio y educarlo con más o menos rigor y dulzura. Un dato a propósito de la educación de la sociedad en que vivimos: el mundo de la conducción de vehículos refleja el estado débil de varios individuos actualmente, y lo digo por lo que sigue. Ayer, jueves, tuve que recorrer parte del cinturón de Madrid en mi coche, me perdí en el marasmo de vías, rotondas y edificios todos casi iguales, y cada vez que me detenía un poquito, tres segundos, para poder leer con seguridad algún cartel de información de tráfico, uno o dos conductores me pitaban como si les hubiera causado el peor de los contratiempos. La mayoría de los conductores no están aquejados de tal enfermedad -que no sé cómo calificar o describir, impaciencia con el que tarda, intolerancia con el que duda, extrapolación de un supuesto sentido del ritmo, yo qué sé-, pero con uno o dos que piten con estruendo, ya parece que todos los que ocupamos la vía en ese momento estamos locos o desquiciados. ¿Es esta la seguridad que a esos impacientes les ofrece el poderío de la máquina? Recuerdo que un amigo, aficionado a la equitación, me contaba que cuando iba por un camino con su caballo, éste se espantaba con las entradas de las fincas, porque le rompían -interpretaba mi amigo- la línea continua que veía con su ojo lateral en el borde del camino compuesto de plantas y vallas, lo cual le servía de guía tranquilizadora. ¿Algunos seres humanos no han evolucionado y se desplazan con su coche en un plácido contínuum que los espanta una vez quebrado, y por tanto se encuentran en ese aspecto aún en el estadio del caballo? Saludos.

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    1. Hola de nuevo, gracias por tus siempre interesantes comentarios (sólo lamento no poderme dirigir a ti por otro nombre que no sea ese impersonal "Anónimo"). Me alegro de que refieras tu experiencia conduciendo por las atroces autopistas de Madrid, porque es un perfecto ejemplo de lo que yo he intentado explicar aquí. En efecto, ante una situación como la que relatas (un conductor que se despista un momento y entorpece involuntariamente la fluidez del tráfico), los demás conductores puden actuar de dos formas distintas: reclamando su DERECHO a transitar a la velocidad máxima que permitan las señalizaciones en cada momento, acosando con el claxon a todo aquél que se lo impida, o bien imponiéndose a sí mismos el DEBER de contribuir al buen funcionamiento de la circulación vial, cediendo cuando sea necesario, comprendiendo que no todos tienen por qué conocerse el camino de memoria, que las autopistas urbanas son lugares difíciles y peligrosos y que hay que procurar no agobiar al que tiene dificultades, asumiendo que mañana puede ser uno mismo quien se encuentre en tan apurada situación. Lamentablemente, la primera actitud parece la más frecuente; o tal vez sea, como tú dices, que "con uno o dos que piten con estruendo, ya parece que todos los que ocupamos la vía en ese momento estamos locos o desquiciados".
      Saludos.

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