Ignoramos si los niños de ahora juegan o no. Los que no nacimos rodeados
de pantallas y artilugios de todo tipo y no tuvimos la posibilidad de disfrutar
a todas horas de amigos virtuales online
interactuábamos siempre que podíamos con otros niños de carne y hueso,
practicando multitud de juegos, tanto en la calle o el colegio como en las
casas de unos y otros. Entre los juegos de interior había un clásico que
suponemos habrá caído ya en desuso, ante la competencia insuperable de las
videoconsolas, capaces de transportar a los chavales a mundos de fantasía que
antes no existían ni siquiera en nuestros sueños más disparatados.
Era el “juego de la silla”. En el centro de una habitación
suficientemente amplia y despejada se disponían dos hileras de sillas, respaldo
contra respaldo y, animados por la música alegre que sonaba en un cassette, se hacía marchar en torno suyo
a un grupo de chicos, cuidando de que el número de estos excediera siempre en
uno al de asientos disponibles. De pronto la música se interrumpía, sin previo
aviso, y entonces todos los participantes debían tratar de ocupar, tan rápido
como pudieran, la silla que cada cual tuviera más cerca en ese momento, con el
resultado inevitable de que uno de los chavales, generalmente el más lento o el
menos agresivo, se quedaba de pie, sin sitio donde sentarse. Éste era eliminado
de la competición y el juego proseguía, retirando una silla más cada vez, hasta
que sólo quedaba un asiento y dos contendientes, entre los cuales se disputaba,
en la ronda final, el puesto de ganador.
El juego era dinámico y divertido (preferible, desde luego, a esas
carreras virtuales que los chicos disputan ahora sin moverse del sofá), pero si
lo traemos aquí a colación es por otro motivo. Y es que el mundo actual parece
estar articulado, en su estructura socioeconómica, como un gigantesco juego de
la silla a escala planetaria. No hay sitios para todos y, cada vez que alguien
consigue ocupar uno, sabe (y ahí reside, además, parte de la “gracia” del
asunto) que está dejando a otro fuera. Más aún: si en el juego infantil cada
ronda suponía la exclusión de un solo niño, en la vida real la proporción es
inversa. Por cada afortunado trabajador que consigue un puesto hay docenas, a
veces cientos, de aspirantes que son “descalificados” y se ven obligados a
probar suerte en escalafones inferiores a su propia capacidad y preparación,
cuando no a quedar definitivamente excluidos del sistema. El éxito de unos
pocos se asienta sobre el fracaso de la mayoría; la supervivencia de los menos
acarrea la extinción de los más. No somos “tú y yo”, somos “tú o yo”: yo vivo porque tú mueres.
El hecho de que el darwinismo nos haya familiarizado con esta situación,
presentándola subrepticiamente como la extensión natural e inevitable, en el
ámbito de la civilización humana, del mecanismo básico y universal de la lucha
por la vida, no quita un ápice a su carácter anómalo y terrible. En culturas
menos “civilizadas” que la nuestra es frecuente hallar, como fórmula vital y
eje de la existencia del individuo, la actitud contraria: “yo vivo porque tú
vives, yo soy porque tú eres; yo soy
porque todos somos”. Entre los “salvajes” el individuo no está separado y
como enfrentado a la colectividad, midiendo su grado de felicidad por
comparación con la desgracia del prójimo. El éxito de uno es el éxito de todos
y el fracaso de uno, el fracaso de todos. Su mentalidad no concibe que, dentro
de una misma comunidad, puedan existir “ganadores” y “perdedores”, porque esto constituiría
la demostración de que alguno de los mecanismos fundamentales de ésta, en
cuanto congregación humana, no estaba funcionando correctamente.
Nelson Mandela y Desmond Tutu |
Cada ser humano tiene, por el solo hecho de serlo, un lugar natural en
la sociedad, y no es aquél quien tiene que luchar por ocuparlo, sino ésta la
que se lo tiene que ofrecer, e incluso exigir que lo ocupe y que ponga sus
capacidades, en la medida en que las posea, al servicio de la comunidad. Cualquier otro planteamiento social es
anómalo en su esencia, y debe ser denunciado como tal. La competencia feroz
entre los miembros de una misma comunidad, con riesgo de exclusión social de
una de las partes, es algo que sólo beneficia a los que controlan los medios de
producción, y el desmesurado desarrollo técnico que tal sistema posibilita, lejos
de cubrir necesidades reales de la sociedad, genera continuamente necesidades
nuevas que van muchas veces en detrimento del equilibrio y la estabilidad (y por
tanto, la felicidad) de ésta. El desarrollo excesivo
de unos aspectos acarrea invariablemente la atrofia de otros y, hoy en día, la
necesidad de triunfar a cualquier precio está produciendo seres humanos cuya
formación moral no se halla, en muchos casos, a la altura de su preparación
técnica.
No somos, por otra parte, tan ingenuos como para no percibir que filosofías
vitales del estilo del ubuntu resultan
completamente utópicas e inviables en una sociedad como la nuestra. Hay fórmulas que sólo funcionan en ámbitos reducidos
y bajo determinadas condiciones[1]; pero
es bueno tenerlas presentes como referencia que nos haga constatar hasta qué
punto nuestra civilización se ha posicionado de lleno en el polo opuesto de lo
que, desde muchos puntos de vista, se podría considerar un “ideal” de conducta
humana.
[1] Buena
prueba de ello es, precisamente, el ejemplo de Sudáfrica, donde la aplicación
(suponemos que bienintencionada) del ubuntu
no ha impedido que la nueva legislación resulte discriminatoria para los
blancos (que se están viendo obligados a emigrar masivamente) y las tasas de
criminalidad del país se encuentren entre las más elevadas del mundo. Ya que
hablamos de ello, el caso de esta república es paradigmático de lo injusta que
puede resultar la democracia cuando se aplica sobre un conjunto social
heterogéneo. En tiempos del apartheid, los negros no podían votar,
estaban directamente excluidos. Ahora, en la “nueva” república, con casi un 80%
de población negra, son los blancos los que (aún conservando el derecho al
voto) no tienen posibilidad alguna de hacerse oír.
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