domingo, 9 de junio de 2013

Ubuntu y el juego de la silla

Ignoramos si los niños de ahora juegan o no. Los que no nacimos rodeados de pantallas y artilugios de todo tipo y no tuvimos la posibilidad de disfrutar a todas horas de amigos virtuales online interactuábamos siempre que podíamos con otros niños de carne y hueso, practicando multitud de juegos, tanto en la calle o el colegio como en las casas de unos y otros. Entre los juegos de interior había un clásico que suponemos habrá caído ya en desuso, ante la competencia insuperable de las videoconsolas, capaces de transportar a los chavales a mundos de fantasía que antes no existían ni siquiera en nuestros sueños más disparatados.
Era el “juego de la silla”. En el centro de una habitación suficientemente amplia y despejada se disponían dos hileras de sillas, respaldo contra respaldo y, animados por la música alegre que sonaba en un cassette, se hacía marchar en torno suyo a un grupo de chicos, cuidando de que el número de estos excediera siempre en uno al de asientos disponibles. De pronto la música se interrumpía, sin previo aviso, y entonces todos los participantes debían tratar de ocupar, tan rápido como pudieran, la silla que cada cual tuviera más cerca en ese momento, con el resultado inevitable de que uno de los chavales, generalmente el más lento o el menos agresivo, se quedaba de pie, sin sitio donde sentarse. Éste era eliminado de la competición y el juego proseguía, retirando una silla más cada vez, hasta que sólo quedaba un asiento y dos contendientes, entre los cuales se disputaba, en la ronda final, el puesto de ganador.
El juego era dinámico y divertido (preferible, desde luego, a esas carreras virtuales que los chicos disputan ahora sin moverse del sofá), pero si lo traemos aquí a colación es por otro motivo. Y es que el mundo actual parece estar articulado, en su estructura socioeconómica, como un gigantesco juego de la silla a escala planetaria. No hay sitios para todos y, cada vez que alguien consigue ocupar uno, sabe (y ahí reside, además, parte de la “gracia” del asunto) que está dejando a otro fuera. Más aún: si en el juego infantil cada ronda suponía la exclusión de un solo niño, en la vida real la proporción es inversa. Por cada afortunado trabajador que consigue un puesto hay docenas, a veces cientos, de aspirantes que son “descalificados” y se ven obligados a probar suerte en escalafones inferiores a su propia capacidad y preparación, cuando no a quedar definitivamente excluidos del sistema. El éxito de unos pocos se asienta sobre el fracaso de la mayoría; la supervivencia de los menos acarrea la extinción de los más. No somos “tú y yo”, somos “tú o yo”: yo vivo porque tú mueres.
El hecho de que el darwinismo nos haya familiarizado con esta situación, presentándola subrepticiamente como la extensión natural e inevitable, en el ámbito de la civilización humana, del mecanismo básico y universal de la lucha por la vida, no quita un ápice a su carácter anómalo y terrible. En culturas menos “civilizadas” que la nuestra es frecuente hallar, como fórmula vital y eje de la existencia del individuo, la actitud contraria: “yo vivo porque tú vives, yo soy porque tú eres; yo soy porque todos somos”. Entre los “salvajes” el individuo no está separado y como enfrentado a la colectividad, midiendo su grado de felicidad por comparación con la desgracia del prójimo. El éxito de uno es el éxito de todos y el fracaso de uno, el fracaso de todos. Su mentalidad no concibe que, dentro de una misma comunidad, puedan existir “ganadores” y “perdedores”, porque esto constituiría la demostración de que alguno de los mecanismos fundamentales de ésta, en cuanto congregación humana, no estaba funcionando correctamente.
Nelson Mandela y Desmond Tutu
El Ubuntu, un concepto originario de los zulúes, xhosas y otras tribus del cono sur de África (adoptado en los años 80 y 90 del pasado siglo por la “nueva” República Sudafricana de Nelson Mandela como fórmula de reconciliación encaminada a superar los amargos recuerdos del apartheid), es la más conocida, aunque no la única, de estas filosofías “comunitarias”, que exhalan un aroma de fraternidad verdadera ante la cual la fraternité revolucionaria queda reducida a una especie de chusco sarcasmo. En palabras del arzobispo sudafricano Desmond Tutu, Premio Nobel de la Paz en 1984 por su labor crucial en el proceso de reconciliación, “una persona con ubuntu [...] no se siente amenazada cuando otros son capaces y son buenos en algo, porque está segura de sí misma, ya que sabe que pertenece a una "gran totalidad", que se decrece cuando otras personas son humilladas o menospreciadas”. Si a un grupo de niños originario de alguna de estas comunidades le propusiéramos participar en el juego de la silla, probablemente se las arreglarían entre todos para hacer un hueco cada vez que se sentaran, apretándose unos contra otros, de tal manera que ningún compañero tuviera que quedarse fuera cuando dejara de sonar la música. Para ellos sería imposible divertirse contemplando cómo uno de los suyos resultaba excluido del grupo.
Cada ser humano tiene, por el solo hecho de serlo, un lugar natural en la sociedad, y no es aquél quien tiene que luchar por ocuparlo, sino ésta la que se lo tiene que ofrecer, e incluso exigir que lo ocupe y que ponga sus capacidades, en la medida en que las posea, al servicio de la comunidad. Cualquier otro planteamiento social es anómalo en su esencia, y debe ser denunciado como tal. La competencia feroz entre los miembros de una misma comunidad, con riesgo de exclusión social de una de las partes, es algo que sólo beneficia a los que controlan los medios de producción, y el desmesurado desarrollo técnico que tal sistema posibilita, lejos de cubrir necesidades reales de la sociedad, genera continuamente necesidades nuevas que van muchas veces en detrimento del equilibrio y la estabilidad (y por tanto, la felicidad) de ésta. El desarrollo excesivo de unos aspectos acarrea invariablemente la atrofia de otros y, hoy en día, la necesidad de triunfar a cualquier precio está produciendo seres humanos cuya formación moral no se halla, en muchos casos, a la altura de su preparación técnica.
No somos, por otra parte, tan ingenuos como para no percibir que filosofías vitales del estilo del ubuntu resultan completamente utópicas e inviables en una sociedad como la nuestra. Hay fórmulas que sólo funcionan en ámbitos reducidos y bajo determinadas condiciones[1]; pero es bueno tenerlas presentes como referencia que nos haga constatar hasta qué punto nuestra civilización se ha posicionado de lleno en el polo opuesto de lo que, desde muchos puntos de vista, se podría considerar un “ideal” de conducta humana.




[1] Buena prueba de ello es, precisamente, el ejemplo de Sudáfrica, donde la aplicación (suponemos que bienintencionada) del ubuntu no ha impedido que la nueva legislación resulte discriminatoria para los blancos (que se están viendo obligados a emigrar masivamente) y las tasas de criminalidad del país se encuentren entre las más elevadas del mundo. Ya que hablamos de ello, el caso de esta república es paradigmático de lo injusta que puede resultar la democracia cuando se aplica sobre un conjunto social heterogéneo. En tiempos del apartheid, los negros no podían votar, estaban directamente excluidos. Ahora, en la “nueva” república, con casi un 80% de población negra, son los blancos los que (aún conservando el derecho al voto) no tienen posibilidad alguna de hacerse oír.

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