Hace algunos años acudí, en compañía de un buen amigo, a escuchar un
concierto cuyo programa, entre otras obras, incluía dos del que siempre he
tenido yo por autor predilecto, Wolfgang Amadeus Mozart. Las obras en cuestión
eran (si la memoria no me falla) el Concierto para piano y orquesta nº 21, en
do mayor, y el Concierto para trompa y orquesta nº 3, en mi bemol. Ambas piezas
fueron bien ejecutadas por solistas competentes que, sin ser grandes figuras, cosecharon merecidas ovaciones
del público congregado en aquella grata velada. Al salir del teatro, le dirigí
a mi acompañante la pregunta de rigor: “¿Qué te ha parecido?” No fue pequeña mi
sorpresa cuando escuché su lacónica respuesta: “Me aburrió escuchar el mismo
concierto dos veces seguidas”. Para él, el concierto de piano y el de trompa no
habían representado más que dos plasmaciones reiterativas de una misma idea.
Debo aclarar que mi amigo es músico; pero no un músico cualquiera, sino
uno de esos superdotados que, al escuchar una composición, distingue en su
mente con absoluta nitidez cada una de las notas y los acordes que se van
sucediendo a lo largo de su discurso. Experto pianista, tanto de clásica como
(sobre todo) de jazz, capaz de improvisar en cualquier estilo, su auténtica
especialidad reside en la construcción armónica, los enlaces de acordes, cuanto
más complejos, mejor: se mueve entre las séptimas, las novenas, las onceavas y las treceavas como pez en el agua. Pero no siempre es bueno saber tanto porque, a veces, los árboles pueden llegar a no dejarnos ver el bosque. Y eso es precisamente lo
que le ocurre a mi amigo. Su oído
absoluto le permite distinguir con tanta claridad el esqueleto armónico de
cada edificio musical que pierde de vista la fachada, lo más evidente, lo que
todos percibimos: el mensaje sencillo y directo que el compositor intenta
transmitir construyendo sobre aquella estructura básica más o menos intrincada.
Es cierto que Mozart utiliza en muchas de sus obras sucesiones armónicas
similares y hasta cierto punto “predecibles”. Pero eso es sólo la sintaxis; el
contenido se apoya en la sintaxis, pero no es
la sintaxis. Decir que dos obras de Mozart son “iguales” porque emplean
parecidas progresiones de acordes es tanto como pretender que este párrafo
escrito es igual que el anterior porque ambos repiten insistentemente el mismo
esquema sintáctico: sujeto-verbo-complemento, sujeto-verbo-complemento... Y es
que, aunque los temas iniciales, tanto del Concierto en Do mayor como del
Concierto en Mi bemol, descansen armónicamente sobre una simple alternancia de
los acordes de tónica y dominante (grados I y V de sus respectivas escalas
tonales), el carácter desenfadado y ligeramente marcial del primero guarda muy
poca, o ninguna, relación con la melodía elegante, de aire señorial, que nos
brinda el segundo. Siendo ambas obras de un mismo autor, e incluso perteneciendo
a un mismo período creativo dentro de la trayectoria vital de ese autor, el estado
anímico que transmiten una y otra son muy diferentes. De eso se da cuenta
cualquiera... que no se dedique obsesivamente a descifrar acordes; porque es
obvio que sobre una misma base armónica (como sobre una misma estructura
gramatical) se pueden contar mil historias distintas. Esta “variedad en la
repetición” es lo que caracteriza a los verdaderos idiomas.
Traigo esto a colación (con permiso de mi amigo, que espero no se lo
tome a mal) porque, desde que se proscribió el uso del sistema tonal para la
música “culta” occidental de nueva creación, se tiende con frecuencia a
confundir sintaxis y contenido. Se inventa una nueva forma de enlazar notas o
acordes (o microtonos, o ruidos), de
acuerdo a determinadas reglas constructivas que el autor detallará (o no) para
quien le interese conocerlas, y se pretende que esas nuevas reglas transmitirán
automáticamente al público “nuevos mensajes”. No es así. Las normas sintácticas
no constituyen mensajes por sí mismas. Pueden servir de esqueleto formal para
elaborar un discurso, pero no son en
modo alguno un discurso. Además, no cualquier conjunto de normas inventadas
puede cumplir esa función. En primer lugar, deben ser fruto de una convención suficientemente amplia, y no de una
propuesta unilateral. En segundo lugar, su
sistema de articulación ha de ser lo bastante coherente para poder ser
percibido como tal, generando en la mente del receptor un canal específico de
percepción y, al mismo tiempo, lo bastante flexible como para permitir una gama
virtualmente infinita de combinaciones expresivas; es decir, debe poseer eso
que hemos definido hace un momento como variedad
en la repetición.
Lo más importante es que todos estos requisitos tienen que encontrarse
presentes desde un principio: tienen que crecer juntos, desarrollarse paralelamente
de una forma natural, de una forma orgánica,
podríamos decir. Si el canal de percepción específico para ese lenguaje no está
desarrollado en el receptor, formando parte de los mecanismos de interpretación
cognitiva encargados de revelar la lógica constructiva del discurso, la
variedad en la articulación se percibirá como dispersión o caos, y la
repetición de elementos como simple monotonía. Por eso no es fácil inventar un
lenguaje, y por eso ninguna de las numerosísimas propuestas alternativas que
han visto la luz en los últimos cien años (tanto en el campo sonoro como en los
demás terrenos artísticos) puede ser considerada como tal. Éstas se limitan,
por lo general, a provocar sensaciones
nuevas en el espectador, pretendiendo que ésta debe constituir la verdadera
y única misión del arte. Es la salida natural ante la imposibilidad manifiesta de
inventar nuevos lenguajes: negar que el arte sea, haya sido o tenga que ser en
modo alguno un lenguaje.
Las sensaciones son inevitables; cualquier fenómeno sensible las
produce, y el arte no es, desde luego, la excepción. Pero no se puede quedar
ahí, so pena de perder su propia identidad entre el tumulto de la percepción
cotidiana[1]. Si
escuchamos con un cierto distanciamiento (o con demasiada proximidad, como
hacía mi amigo) las dos obras de Mozart que mencionábamos al principio,
comprobaremos que ambas transmiten (tal como él decía) una “sensación” bastante
parecida: la clara armonía, el equilibrio clasicista,
el sonido típicamente mozartiano, el diálogo del solista con la orquesta, la
división tripartita, rápido-lento-rápido... pero ésta no deja de ser una apreciación
externa, superficial, que detecta elementos comunes y no penetra ni distingue
el contenido individual de cada pieza. La percepción distante, que reduce todo
a una cuestión de sensaciones generales, tanto como el acercamiento metódico
que tiene por objeto la disección de sus elementos constitutivos, son formas
“extremas” de abordar la obra de arte que, si no representan, a buen seguro, el
modo ideal de disfrutar de ella ni de
percibir su mensaje emocional específico, resultan no obstante admisibles y hasta
valiosas, a su manera, cuando se trata de arte verdadero, porque éste constituye
un universo rico y coherente, que comprende múltiples lecturas. Sin embargo, la
quiebra del Arte tradicional ha propiciado en los últimos tiempos la irrupción de
una multitud de posibilidades inconexas que no representan más que fragmentos
sin vida desgajados del tronco común: por una parte, propuestas irracionales,
refractarias a cualquier tipo de análisis objetivo. Por otra, propuestas
abstrusas y complicadas cuya única justificación reside en un análisis
extremadamente concienzudo, calculadora en mano. Lo que antes coexistía dentro
de un Todo armónico, ahora se manifiesta en la forma de fenómenos aislados y
contradictorios. Es un buen ejemplo de cómo la ruptura de la Unidad fecunda da
lugar a la dispersión estéril de todo cuanto en ella se hallaba contenido.
* * *
El carácter “repetitivo” de sus elementos estructurales, refiriéndonos a
un idioma cualquiera, no solamente no es
un defecto, sino que constituye una de las claves de su eficacia. Sólo la
repetición permite el reconocimiento, y sólo el reconocimiento permite la
transmisión de contenidos. El carácter reconocible de las inflexiones armónicas
y melódicas que articulan las obras de Mozart (sirva aquí la figura del
salzburgués como representación y epítome de los autores clásicos en su
conjunto, no sólo en música, sino en las artes en general) ha sabido mantener
el interés y la adhesión entusiasta del público durante siglos, mientras
docenas, centenares de propuestas alternativas que buscaban ante todo la
novedad han ido cayendo en el olvido apenas veían la luz. Nunca insistiremos lo
bastante en el hecho de que la estructura formal de un idioma no se “agota” y,
por tanto, no necesita renovarse. La
novedad atañe al contenido, pero al continente sólo le afectan la funcionalidad
y la perdurabilidad: cumplir su tarea lo mejor posible durante el mayor tiempo
posible. Entre las muchas falacias que sirven de falso apoyo al fenómeno
del arte contemporáneo, una de las más absurdas y de las que más daño han causado
a la comprensión del arte como tal (también, por desgracia, una de las más
extendidas y aceptadas) es la que pretende que “en el lenguaje de Mozart ya
está dicho todo”. Ningún lenguaje, a lo largo de la Historia, se relegó jamás
por “aburrimiento” o por “agotamiento”. Si unos lenguajes acaban, de hecho,
dejando paso a otros no es en ningún caso por abandono intencionado sino, al
contrario, por acumulación de los pequeños cambios y transformaciones que
provoca su uso ininterrumpido a lo largo de dilatados períodos de tiempo. Aquí sí sería en cierto modo aplicable la teoría darwiniana del “descenso con modificaciones”... Y, sin embargo, es justamente en este terreno donde la modernidad pretende dar carta de naturaleza a la creación ex nihilo como origen plausible de los nuevos lenguajes artísticos. Ya son ganas de llevar la contraria. Por otra parte, habría que tener cuidado para no confundir las progresivas transformaciones que sufren los lenguajes durante su desarrollo con “mejoras evolutivas”. Los lenguajes no “mejoran” con los cambios; simplemente, cambian (y, a veces, empeoran).
[1] El
fenómeno de la “disolución del arte” alcanza su plena realización, su
“consagración”, por así decirlo, cuando un cubo de fregar dejado por descuido
en un rincón de la sala de un museo es contemplado admirativamente por los
visitantes del mismo como si de una pieza de arte más se tratara. O, al
contrario, cuando la señora de la limpieza retira de dicha sala toda una instalación convencida de no estar
deshaciéndose más que de un montón de basura. Es el momento en que hace su
aparición la figura del gurú, el
“experto” que, a partir de ahora, será el encargado de dictaminar qué cosa es
arte y qué no lo es, haciendo enmudecer para siempre a la opinión general. Así,
lo que parecía haber nacido como explosión de libertad se transforma
inevitablemente en una dictadura o tiranía cultural parapetada tras un sólido razonamiento circular: la nueva
definición de arte como “búsqueda de sensaciones” justifica la existencia del
arte contemporáneo y, al propio tiempo, la existencia de éste confirma la
validez de la definición.
Por qué no volver a componer como Mozart? o como Rachmaninoff? a ver quién es capaz... el mundo del arte se empeña en la novedad a ultranza; si algo no es nuevo ya no es bueno... y desprecia el mundo de los sentimientos, y las herramientas estilísticas que permiten exaltarlos. A ver quien se atreve a componer como Schubert, ese Schubert tardío del quinteto para cuerdas, con unas modulaciones tonales atrevidísimas, dentro de lo clásico, que promueven unos sentimientos que armonías más audaces, como las impresionistas, han tenido difícil igualar. Admiro al maestro Rodrigo, cuyo concierto de Aranjuez fue el disco más vendido del mundo, por saber entender perfectamente la psicología del mundo actual, utilizando melodias tonales y desarrollos hiper-clásicos, sabiamente combinados con ciertas armonías malsonantes, aquí y allá distribuidas, para no ser tachado de clásico y sobrevivir a nuestra época. Triste época en la que hay que camuflarse para no ser exterminado en el mundo artístico.
ResponderEliminarCiertamente, un compositor actual que pretenda escribir a la usanza de Mozart, Beethoven o (más cerca) Ravel e incluso Stravinsky, sería tildado de retrógrado y su trabajo no sería valorado por el stablishment de la música académica. Solamente podría conseguir trabajo como musicalizador de películas, publicidades o arreglador de músicos populares. Digamos que uno se ve obligado a realizar obras en "lenguajes novedosos" para poder participar de alguna competición y ser reconocido como un gran compositor del siglo XXI. No importa lo estrambótico y antimusical que resulte la obra. Con esto no estoy diciendo que toda música contemporánea sea una porquería. Hay obras muy interesantes de escuchar, aunque nunca se conviertan en nuestro disco de cabecera. Quiero decir que la esencia del pensamiento académico es ese: solo vale lo que busca romper o evolucionar todo lo anterior. El problema que surge es el siguiente: si ya se tiene por aceptado que para hacer música es lícito recurrir a toda clase de ruidos y sonidos existentes, provengan de donde provengan ¿qué más queda por decir o por agregar? Todas las variantes de tonalidad y modalidad están prohibidas. Los instrumentos solo se utilizan para ser tocados de la manera más artificiosa posible, incluso renegando de su funcionamiento natural. A día de hoy, las obras en base a ruidos no musicales se cuentan por miles... Usando la lógica que prima actualmente ¿cómo se puede innovar cuando ya está todo dicho (supuestamente) con todo el material sonoro existente?
ResponderEliminarEs como una carrera armamentista que no lleva a ninguna parte.
Y a mí me sigue gustando el ROCK y el concierto Nro 3 de rachmaninoff para piano y las Rossinianas de Giuliani para guitarra.