lunes, 10 de junio de 2013

Las vanguardias: un nuevo enfoque

Por vanguardias artísticas se entiende habitualmente “una serie de movimientos de principios del siglo XX que buscaban ante todo la innovación en la producción artística, propugnaban una renovación radical en la forma y el contenido, exploraban la relación entre arte y vida, y pretendían reinventar aquél, oponiéndose a todos los movimientos artísticos anteriores”. Entre las corrientes de vanguardia más destacadas figuraron el expresionismo, el cubismo, el fauvismo, el dadaísmo, el surrealismo, el futurismo, y una larga lista de “ismos” contradictorios entre sí, con el único nexo común de un desprecio radical (y a veces violento) hacia la sociedad burguesa y hacia “lo establecido”.
Picasso: Las señoritas de Avignon (1907)
Como explicación del surgimiento de este singular fenómeno, la historiografía oficial nos viene a decir lo siguiente: por una parte, el fracaso de las revoluciones de 1848 y de la Comuna de París había impedido la resolución del problema obrero, y la sociedad necesitaba urgentemente un gran cambio, una superación del sistema capitalista, que había demostrado ser fuente de injusticias. La tensión entre las potencias europeas abocaba irremediablemente a la Primera Guerra Mundial, la cual, en medio del horror, aparecía como la esperada demostración del hundimiento del modelo burgués, mientras la Revolución Rusa alentaba las expectativas de un futuro más justo. Por otra parte, el desarrollo de la ciencia (Einstein con su Relatividad y Freud con su Inconsciente parecían sugerir que las cosas no siempre eran lo que parecían) y de la técnica (la fotografía parecía relevar a la pintura de su obligación de plasmar la realidad) estaban cambiando la forma de ver el mundo, al tiempo que las nuevas y poderosas máquinas producían una mezcla de temor y fascinación irresistible, como heraldos de la soñada Nueva Era de comodidades y progreso ilimitado. En este ambiente tenso, expectante y contradictorio, las vanguardias artísticas se justificarían como “un grito de rebeldía, una ruptura con el pasado injusto y opresor y una valiente propuesta de renovación de cara al futuro[1]. Se deben entender, por tanto, como la expresión anhelante de un puñado de idealistas puros (en su mayor parte, socialistas y comunistas) que querían contribuir a la caída definitiva del sistema burgués, cuestionando sus principios y demoliendo sus tabúes, para preparar, a su manera, el advenimiento de un mundo mejor. Lo cierto es que su modo de expresión, como no podía ser de otra forma tratándose de este tipo de ideologías, era típicamente totalitario, a través de “manifiestos” de carácter dogmático en los cuales, en aras de la libertad, se condenaba cualquier tendencia que no fuera la suya propia. Uno de los principios que se cuestionaban con frecuencia era, precisamente, el del propio arte como negocio burgués, lo cual tendría que haberlos abocado a una rápida desaparición por falta de apoyo financiero; pero el mismo circuito comercial del cual abominaban se encargó, por alguna razón, de mantenerlos con vida, mimándolos incluso, y llegando, con los años, a convertir sus obras más desafiantes en “objetos de consumo”, para desesperación de teóricos idealistas como André Breton, que veían, al cabo del tiempo, cómo su intención primordial de escandalizar a la sociedad y remover sus planteamientos de base había fracasado.
La complaciente asimilación por parte de la burguesía de un movimiento esencial y agresivamente antiburgués es algo bastante sorprendente de por sí; pero, para el historiador, lo más llamativo debería de ser quizás el carácter puramente coyuntural que presenta la justificación historiográfica de este fenómeno, el cual, bajo la denominación genérica y un tanto anodina de “Arte Contemporáneo”, estaba llamado a consagrarse de forma estable como la verdadera (?) continuación de los grandes estilos clásicos del pasado, ocupando en la cultura “oficial” el lugar de estos hasta el día de hoy.
¿Cómo puede un fenómeno artístico que se considera fruto ocasional de unas circunstancias pasajeras transformar de modo permanente e irreversible el panorama cultural de toda una civilización? En efecto, según la versión comúnmente aceptada, que acabamos de exponer a grandes rasgos, esta explosión de rebeldía habría estado motivada, y hasta cierto punto justificada, por una serie de tensiones, miedos, incertidumbres y esperanzas propios únicamente de aquel momento histórico irrepetible: problema obrero, socialismo utópico, maquinismo, guerra mundial... Pero todas y cada una de esas cuestiones han sido históricamente superadas hace ya mucho tiempo, y aún así, las antiguas vanguardias (valga el peculiar oxímoron) continúan representando la principal fuente de inspiración para los creadores de hoy en día, cien años después, en una sociedad que apenas tiene nada en común con aquélla: el levantisco proletariado se ha transmutado en la satisfecha, conformista y algo amodorrada clase media; el socialismo ha tenido sobradas ocasiones de demostrar lo (poco) que es capaz de hacer en aras de la libertad del ser humano; las máquinas están plenamente integradas en la sociedad, para lo bueno y para lo malo (ni asustan, ni producen excesiva fascinación, más allá de su uso compulsivo y consumista, en general alienante), y la democracia está sobradamente consolidada, no habiendo peligro, ni necesidad alguna, de nuevas revoluciones marxistas, ni de ningún otro tipo de cambio radical.
Tal vez haya algo de hastío, bastante estrés y cierta preocupación por asuntos completamente novedosos, como la contaminación medioambiental, la superpoblación o el agotamiento de los recursos (más un incierto temor al fundamentalismo islamista desde 2001), pero ya no existen las tensiones sociales, ni el odio antiburgués, ni el horror ante la guerra inminente, ni las esperanzas utópicas... y, sin embargo, nuestro arte más avanzado sigue siendo “rupturista”... cuando ya no queda nada que romper, ni existe la urgencia social de romper nada. Es más, si aquel estado de cosas propio de los albores del siglo XX se mantuvo más o menos vigente durante el llamado “período de entreguerras” (siendo posiblemente agravado por la gran crisis financiera de 1929 y la expansión de los totalitarismos), inmediatamente después de terminar la Segunda Guerra Mundial las circunstancias habían dado ya un vuelco radical. Y si es cierto que el arte de una época debe reflejar inevitablemente el estado de la sociedad en la que se produce, la América de los años 50, la del “Sueño Americano” y el “American Way of Life” tendría que haber dado la espalda definitivamente a las estridentes vanguardias, con su desafío nihilista y destructivo, pues nada de ello podía armonizar con una sociedad plena de confianza en sí misma y en el futuro.
Sin embargo, en esos mismos años, Jackson Pollock se convertía en el artista más admirado de América, llevando a su país a liderar el panorama artístico mundial por primera vez en su Historia (con financiación directa de la CIA), gracias a su expresionismo abstracto, una abominable propuesta estética frente a la cual el cubismo de Picasso y el fauvismo de Matisse parecían cosa de niños[2]
No es posible que un fenómeno artístico único en la Historia, que caracterizó a la conflictiva Europa de 1910 gracias a su desafío permanente y su rechazo sistemático de cualquier norma estética (e incluso ética), haya caracterizado también a la ilusionada y "feliz" América de 1950, cuyos planteamientos vitales eran radicalmente diferentes.
Nos dirán que la América de los cincuenta no fue sólo la del Sueño Americano, sino también la de la Guerra Fría, la caza de brujas anticomunista del senador McCarthy, el “peligro nuclear”, la Guerra de Corea... y todo eso es cierto; pero aquella primera década del siglo XX, que con tan negros colores pintábamos hace un momento, fue también, en Europa, la de los años finales de la Belle Époque, retratada en cualquier manual de Historia como “una época de pujanza económica y satisfacción social, de expansión del imperialismo, fomento del capitalismo, enorme fe en la ciencia y el progreso como benefactores de la humanidad...” Es el tiempo de las operetas de Franz Lehar y los valses de Johann Strauss (en España, la de los grandes éxitos del “género chico”), del invento del aeroplano y el desarrollo del automóvil, de la popularización de los deportes y otras diversiones, como cafés y cabarets; una época que conoció además importantes avances en la sanidad, mejoras laborales, expansión de la enseñanza obligatoria y la alfabetización, y tantas otras cosas que parecían venir a mejorar la vida del ciudadano medio. El estallido de la Gran Guerra cortará en seco ese entusiasmo desmedido, pero renacerá poco después, en los “felices años veinte”, un decenio prodigioso que ha pasado a la Historia como paradigma de la alegría de vivir de toda una sociedad.
La Historia siempre tiene dos caras. Cualquier época se puede enfocar desde una óptica positiva tanto como desde una negativa, y no parece lícito hacerlo de una u otra forma según convenga a nuestros propósitos, destacando unos aspectos y ocultando otros para dar verosimilitud a una determinada tesis: en este caso, la justificación de un arte desquiciado como emanación inevitable, y hasta lógica, de las tensiones sociales de su tiempo. Del mismo modo que, en el siglo XVII, el arte se mantuvo al margen de los horrores de la Guerra de los Treinta Años y la caza de brujas (no la de McCarthy, sino la de verdad, bastante más aterradora y sangrienta), presentando avances espectaculares en todos los campos (desde el definitivo sistema tonal en la música al insuperable realismo naturalista en la pintura)[3], las primeras décadas del siglo XX, más allá de sus conflictos y sus miserias, contaban (al menos, desde el punto de vista de la gente común) con sobrados aspectos positivos para haber propiciado la culminación y definitiva consolidación de todo el desarrollo artístico anterior, sin ruptura ni rechazo alguno, al igual que la ciencia y la técnica de entonces avanzaban a pasos agigantados gracias a la respetuosa asimilación del trabajo de muchas generaciones precedentes. Bajo esta perspectiva, la agresión artística de las vanguardias parece fuera de lugar: cosa de locos, resentidos o marginados.
Había injusticias sociales, había problemas... ¿y en qué época no? Lo extraño es, en primer lugar, que los “inconformistas”, personajes autoexcluidos con poca o ninguna influencia social (que también han existido en todas las épocas), adquirieran repentinamente la capacidad de imponer, desde su postura de radical rechazo a todo, la pauta que había de seguir en el terreno artístico (y a veces también en el moral, gracias a su fascinante aureola de libertad) el conjunto de una sociedad pujante y llena de ilusiones, completamente controlada y dirigida en todos los demás aspectos por la poderosa burguesía[4]. Y en segundo lugar, que varias décadas después, una vez superados o reconducidos los problemas sociales que generaron ese caldo de cultivo (aunque la “solución” haya consistido mayormente en traspasárselos al Tercer Mundo), dicha pauta siga aún vigente, entronizada a salvo de cualquier cuestionamiento, convertida en verdad absoluta, cuando su motivación inicial había sido, precisamente, la de negar toda verdad impuesta.
A principios del siglo XX, los que querían acabar con la “democracia burguesa” se significaban poniendo bombas, y los que despreciaban el “arte burgués” se integraban en las vanguardias. Las vanguardias no son, en el fondo, más que terrorismo artístico; pero, así como las revoluciones políticas respondían a una presión social muy real (aunque parte de ella fuera fruto de la agitación inducida interesadamente por los propios partidos obreristas), la revolución artística no se sustentaba en ninguna exigencia popular. La ruptura en este terreno se produjo aprovechando los “vientos de cambio” que caracterizaron las primeras décadas del siglo XX, pero ni su origen ni su finalidad guardaban relación alguna (más allá del marxismo superficial y jactancioso y el lenguaje típicamente totalitario y extremadamente agresivo de muchos de sus impulsores) con las auténticas revoluciones sociales de su tiempo, las cuales se mantuvieron siempre al margen de este fenómeno. No ha existido nunca una “presión social” que pudiera justificar cabalmente el surgimiento y la consolidación de las vanguardias: ellas triunfaron únicamente en los países donde habían fracasado las revoluciones obreras, y este simple hecho demuestra que su histriónico sesgo antiburgués no era más que un disfraz.
                                                 *          *          *
El sistema Dadá os hará libres, romped todo. Sois los amos de todo lo que rompáis. Las leyes, las morales, las estéticas se han hecho para que respetéis las cosas frágiles. Lo que es frágil está destinado a ser roto. Probad vuestra fuerza una sola vez: os desafío a que después no continuéis. Lo que no rompáis os romperá, será vuestro amo”.

Manifiesto Dadaísta, 1916.
Queremos glorificar la guerra -única higiene del mundo-, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, las bellas ideas para las cuales se muere y el desprecio de la mujer”. “Queremos destruir los museos, las bibliotecas, las academias variadas y combatir el moralismo, el feminismo y todas las demás cobardías oportunistas y utilitarias
                                                                                                         Manifiesto Futurista, 1909.

“¿Cómo puede pretenderse que demos muestras de amor, e incluso que seamos tolerantes, con respecto a un sistema de conservación social, sea el que sea? Esto es el único extravío delirante que no podemos aceptar. Todo está aún por hacer, todos los medios son buenos para aniquilar las ideas de familia, patria y religión”.

André Breton, 2º Manifiesto Surrealista, 1929.

Romper, destruir, despreciar, aniquilar... el arte de vanguardia irrumpe en el siglo XX como un grito de furia; pero no parece, en efecto, que recoja el sentir popular, sino que, al contrario, trata de inducir o despertar en el hombre estos sentimientos, como para arrastrarle a una ominosa vorágine antisocial. Esto es lo que nosotros entendemos por terrorismo artístico, e insistimos en que su aceptación social constituye un hecho insólito que no encuentra explicación a la luz de la lógica histórica convencional.




[1] Las citas están tomadas de la Red y no es fácil especificar su autoría, por cuanto se repiten de forma literal en numerosas webs y blogs de carácter didáctico.

[2] Al mismo tiempo, el también norteamericano John Cage llevaba la vanguardia musical al extremo con su “música aleatoria”, buen ejemplo de la cual es la obra 4’33’’ de 1952, en cuya partitura no aparece escrito ningún sonido que deba ejecutarse a lo largo de sus más de cuatro minutos y medio de duración. Se supone que la “gracia” de esta composición (si se puede llamar así a algo que no incluye elemento constructivo alguno) reside precisamente en que permite prestar atención a los “otros” sonidos, los ruidos ambientales que vayan surgiendo a lo largo de la “ejecución”, ruidos que pasarán así, de ser un elemento perturbador, a convertirse, por primera vez en la Historia, en los auténticos protagonistas del hecho musical. Lo curioso es que, aunque su partitura no incluye ninguna nota, 4’33’’ está concebida como una pieza para piano –poco después sería transcrita para orquesta sinfónica (!)-, y de hecho se requirió la presencia del pianista virtuoso David Tudor para efectuar su estreno. Cabe preguntarse cuántas horas de estudio debió dedicar este artista a preparar su “interpretación”, y qué caché percibió por permanecer cuatro minutos y medio sentado en silencio delante de un piano. También cabe preguntarse hacia dónde camina una civilización que admite, fomenta y patrocina espectáculos de este calibre, como parte de su cultura de elite, “sólo para conocedores”; teniendo en cuenta, además, que esta obra de Cage, que a nuestro entender marca el nadir del arte musical de todos los tiempos, no es, por desgracia, lo más aberrante que se ha hecho desde entonces: a partir de esos años,  como todo el mundo sabe, se han venido vendiendo como arte fenómenos y ocurrencias que el más elemental buen gusto impide describir en estas páginas.
[3] Como explicación a este hecho se suele aducir que, en tiempos pasados, el artista no gozaba de la libertad que, sólo a partir del siglo XX, le habría permitido criticar los valores establecidos. Esto es falso: el arte del pasado está repleto de críticas sorprendentemente mordaces y atrevidas a la Iglesia y al poder, con la diferencia de que entonces, al utilizar un lenguaje inteligible, estas puyas eran comprendidas por todos y podían surtir su efecto, mientras que la pretendida crítica social y moral de las vanguardias se diluye en la propia esterilidad de un lenguaje incomprensible, y no surte más efecto que la extrañeza y el desinterés del público en general. Evidentemente, ésta no es la mejor manera de hacer crítica social. Cuando, varias décadas después, el marxismo se proponga infiltrarse en los ambientes juveniles de las democracias occidentales (ya en los años 60 y 70), no lo hará a través de lenguajes abstrusos e incoherentes, sino mediante la “canción protesta”, en la cual una sencilla melodía, emotiva, pegadiza y en ocasiones muy inspirada, se convertirá en el vehículo ideal para transmitir un mensaje político, matizado a través de formas poéticas de corte noble y heroico que enardecerán a la juventud con extraordinaria eficacia propagandística. Una cosa es utilizar el arte para hacer crítica social, lo cual ha sido desde siempre una de sus funciones (con excepción, precisamente, de la URSS y demás totalitarismos mesiánicos, que utilizaban esas tácticas fuera de sus fronteras, pero jamás las permitieron dentro de ellas), y otra convertir el arte mismo en una crítica, cosa que carece de sentido y no produce más efecto que la destrucción del propio arte. Una cosa es utilizar una pistola para disparar proyectiles, con lo cual podemos presumiblemente alcanzar nuestro objetivo, y otra arrojar como proyectil la propia pistola, con lo cual, lo único que conseguiremos es quedarnos sin ella. O, dicho de otra forma: el proyectil más envenenado resulta inútil si el arma no está perfectamente engrasada.
[4] Sólo el eventual triunfo de una revolución marxista podía hacer perder localmente el control de la sociedad a la burguesía en esos momentos. Pero, aunque los líderes de las vanguardias se proclamaban con frecuencia marxistas, el marxismo despreciaba abiertamente las vanguardias, a las que consideraba signo evidente de la decadencia burguesa: en la URSS, el paraíso soñado de tantos vanguardistas utópicos, se prohibiría radicalmente su práctica, en favor del “realismo soviético”. Entre las reivindicaciones del proletariado, la cuestión artística no ocupaba, desde luego, lugar alguno (como no lo ocupaba en la sociedad en general, muy satisfecha con el arte convencional de su tiempo), de modo que el vanguardismo no se puede considerar propiamente un arma de agitación social encaminada a propiciar algún tipo de cambio político.

No hay comentarios:

Publicar un comentario