Por vanguardias artísticas se entiende habitualmente “una serie de movimientos de principios del
siglo XX que buscaban ante todo la innovación en la producción artística,
propugnaban una renovación radical en la forma y el contenido, exploraban la
relación entre arte y vida, y pretendían reinventar aquél, oponiéndose a todos
los movimientos artísticos anteriores”. Entre las corrientes de vanguardia
más destacadas figuraron el expresionismo, el cubismo, el fauvismo, el dadaísmo,
el surrealismo, el futurismo, y una larga lista de “ismos” contradictorios
entre sí, con el único nexo común de un desprecio radical (y a veces violento)
hacia la sociedad burguesa y hacia “lo establecido”.
Picasso: Las señoritas de Avignon (1907) |
La complaciente asimilación por parte de la burguesía de un movimiento
esencial y agresivamente antiburgués es algo bastante sorprendente de por sí; pero, para el historiador, lo más
llamativo debería de ser quizás el carácter puramente
coyuntural que presenta la justificación historiográfica de este fenómeno,
el cual, bajo la denominación genérica y un tanto anodina de “Arte
Contemporáneo”, estaba llamado a consagrarse de forma estable como la verdadera
(?) continuación de los grandes estilos clásicos del pasado, ocupando en la
cultura “oficial” el lugar de estos hasta el día de hoy.
¿Cómo puede un fenómeno artístico que se considera fruto ocasional de
unas circunstancias pasajeras transformar de modo permanente e irreversible el panorama cultural de toda una
civilización? En efecto, según la versión comúnmente aceptada, que acabamos de
exponer a grandes rasgos, esta explosión de rebeldía habría estado motivada, y
hasta cierto punto justificada, por una serie de tensiones, miedos,
incertidumbres y esperanzas propios únicamente de aquel momento histórico
irrepetible: problema obrero, socialismo utópico, maquinismo, guerra mundial...
Pero todas y cada una de esas cuestiones
han sido históricamente superadas hace ya mucho tiempo, y aún así, las
antiguas vanguardias (valga el peculiar oxímoron) continúan representando la
principal fuente de inspiración para los creadores de hoy en día, cien años
después, en una sociedad que apenas tiene nada en común con aquélla: el
levantisco proletariado se ha transmutado en la satisfecha, conformista y algo
amodorrada clase media; el socialismo ha tenido sobradas ocasiones de demostrar
lo (poco) que es capaz de hacer en aras de la libertad del ser humano; las máquinas están plenamente integradas
en la sociedad, para lo bueno y para lo malo (ni asustan, ni producen excesiva
fascinación, más allá de su uso compulsivo y consumista, en general alienante),
y la democracia está sobradamente consolidada, no habiendo peligro, ni necesidad
alguna, de nuevas revoluciones marxistas, ni de ningún otro tipo de cambio
radical.
Tal vez haya algo de hastío, bastante estrés y cierta preocupación por
asuntos completamente novedosos, como la contaminación medioambiental, la
superpoblación o el agotamiento de los recursos (más un incierto temor al
fundamentalismo islamista desde 2001), pero ya no existen las tensiones
sociales, ni el odio antiburgués, ni el horror ante la guerra inminente, ni las
esperanzas utópicas... y, sin embargo, nuestro arte más avanzado sigue siendo “rupturista”... cuando ya no queda nada que
romper, ni existe la urgencia social de romper nada. Es más, si aquel estado de
cosas propio de los albores del siglo XX se mantuvo más o menos vigente durante
el llamado “período de entreguerras” (siendo posiblemente agravado por la gran
crisis financiera de 1929 y la expansión de los totalitarismos), inmediatamente
después de terminar la Segunda Guerra Mundial las circunstancias habían dado ya
un vuelco radical. Y si es cierto que el arte de una época debe reflejar
inevitablemente el estado de la sociedad en la que se produce, la América de
los años 50, la del “Sueño Americano” y el “American
Way of Life” tendría que haber dado la espalda definitivamente a las
estridentes vanguardias, con su desafío nihilista y destructivo, pues nada de
ello podía armonizar con una sociedad plena de confianza en sí misma y en el
futuro.
Sin embargo, en esos mismos años, Jackson Pollock se convertía en el
artista más admirado de América, llevando a su país a liderar el panorama
artístico mundial por primera vez en su Historia (con financiación directa de
la CIA), gracias a su expresionismo
abstracto, una abominable propuesta estética frente a la cual el cubismo de
Picasso y el fauvismo de Matisse
parecían cosa de niños[2].
No es posible que un fenómeno
artístico único en la Historia, que caracterizó a la conflictiva Europa de 1910 gracias a su desafío permanente y su rechazo sistemático de cualquier norma estética (e incluso ética), haya caracterizado también a la ilusionada y "feliz" América de 1950, cuyos planteamientos vitales eran radicalmente diferentes.
Nos dirán que la América de los cincuenta no fue sólo la del Sueño
Americano, sino también la de la Guerra Fría, la caza de brujas anticomunista del senador McCarthy, el “peligro
nuclear”, la Guerra de Corea... y todo eso es cierto; pero aquella primera década del siglo XX, que con tan negros colores pintábamos hace un
momento, fue también, en Europa, la de los años finales de la Belle Époque, retratada en cualquier manual de
Historia como “una época de
pujanza económica y satisfacción social, de expansión del imperialismo, fomento
del capitalismo, enorme fe en la ciencia y el progreso como benefactores de la
humanidad...” Es el tiempo de las operetas de Franz Lehar y los valses de
Johann Strauss (en España, la de los grandes éxitos del “género chico”), del
invento del aeroplano y el desarrollo del automóvil, de la popularización de
los deportes y otras diversiones, como cafés y cabarets; una época que conoció además importantes avances en la
sanidad, mejoras laborales, expansión de la enseñanza obligatoria y la
alfabetización, y tantas otras cosas que parecían venir a mejorar la vida del
ciudadano medio. El estallido de la Gran Guerra cortará en seco ese entusiasmo
desmedido, pero renacerá poco después, en los “felices años veinte”, un decenio prodigioso que ha pasado a la Historia como paradigma de la alegría de vivir de toda una
sociedad.
La Historia siempre tiene dos caras. Cualquier época se puede enfocar
desde una óptica positiva tanto como desde una negativa, y no parece lícito
hacerlo de una u otra forma según convenga a nuestros propósitos, destacando
unos aspectos y ocultando otros para dar verosimilitud a una determinada tesis:
en este caso, la justificación de un arte desquiciado como emanación inevitable,
y hasta lógica, de las tensiones
sociales de su tiempo. Del mismo modo que, en el siglo XVII, el arte se mantuvo
al margen de los horrores de la Guerra de los Treinta Años y la caza de brujas
(no la de McCarthy, sino la de verdad, bastante más aterradora y sangrienta),
presentando avances espectaculares en todos los campos (desde el definitivo
sistema tonal en la música al insuperable realismo naturalista en la pintura)[3], las
primeras décadas del siglo XX, más allá de sus conflictos y sus miserias, contaban
(al menos, desde el punto de vista de la gente común) con sobrados aspectos
positivos para haber propiciado la culminación y definitiva consolidación de
todo el desarrollo artístico anterior, sin ruptura ni rechazo alguno, al igual
que la ciencia y la técnica de entonces avanzaban a pasos agigantados gracias a
la respetuosa asimilación del trabajo de muchas generaciones precedentes. Bajo
esta perspectiva, la agresión artística de las vanguardias parece fuera de
lugar: cosa de locos, resentidos o marginados.
Había injusticias sociales, había problemas... ¿y en qué época no? Lo
extraño es, en primer lugar, que los “inconformistas”, personajes autoexcluidos
con poca o ninguna influencia social (que también han existido en todas las
épocas), adquirieran repentinamente la capacidad de imponer, desde su postura
de radical rechazo a todo, la pauta
que había de seguir en el terreno artístico (y a veces también en el moral,
gracias a su fascinante aureola de libertad)
el conjunto de una sociedad pujante y llena de ilusiones, completamente
controlada y dirigida en todos los demás aspectos por la poderosa burguesía[4]. Y en
segundo lugar, que varias décadas después, una vez superados o reconducidos los
problemas sociales que generaron ese caldo de cultivo (aunque la “solución”
haya consistido mayormente en traspasárselos al Tercer Mundo), dicha pauta siga
aún vigente, entronizada a salvo de cualquier cuestionamiento, convertida en
verdad absoluta, cuando su motivación inicial había sido, precisamente, la de
negar toda verdad impuesta.
A principios del siglo XX, los que querían acabar con la “democracia
burguesa” se significaban poniendo bombas, y los que despreciaban el “arte
burgués” se integraban en las vanguardias. Las vanguardias no son, en el fondo,
más que terrorismo artístico; pero, así como las revoluciones políticas
respondían a una presión social muy real (aunque parte de ella fuera fruto de
la agitación inducida interesadamente por los propios partidos obreristas), la
revolución artística no se sustentaba en ninguna exigencia popular. La ruptura
en este terreno se produjo aprovechando los “vientos de cambio” que
caracterizaron las primeras décadas del siglo XX, pero ni su origen ni su
finalidad guardaban relación alguna (más allá del marxismo superficial y
jactancioso y el lenguaje típicamente totalitario y extremadamente agresivo de
muchos de sus impulsores) con las auténticas revoluciones sociales de su
tiempo, las cuales se mantuvieron siempre al margen de este fenómeno. No ha existido
nunca una “presión social” que pudiera justificar cabalmente el surgimiento y
la consolidación de las vanguardias: ellas triunfaron únicamente en los países
donde habían fracasado las revoluciones obreras, y este simple hecho demuestra
que su histriónico sesgo antiburgués no era más que un disfraz.
* * *
“El sistema Dadá os hará libres, romped todo. Sois los amos de todo lo
que rompáis. Las leyes, las morales, las estéticas se han hecho para que
respetéis las cosas frágiles. Lo que es frágil está destinado a ser roto.
Probad vuestra fuerza una sola vez: os desafío a que después no continuéis. Lo
que no rompáis os romperá, será vuestro amo”.
Manifiesto Dadaísta, 1916.
Manifiesto Dadaísta, 1916.
“Queremos glorificar la guerra -única
higiene del mundo-, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, las bellas ideas para las
cuales se muere y el desprecio de la
mujer”. “Queremos destruir los
museos, las bibliotecas, las academias variadas y combatir el moralismo, el
feminismo y todas las demás cobardías oportunistas y utilitarias”
Manifiesto
Futurista, 1909.
“¿Cómo puede pretenderse que demos
muestras de amor, e incluso que seamos tolerantes, con respecto a un sistema de
conservación social, sea el que sea? Esto es el único extravío delirante que no
podemos aceptar. Todo está aún por hacer, todos
los medios son buenos para aniquilar las ideas de familia, patria y religión”.
André Breton, 2º Manifiesto Surrealista, 1929.
André Breton, 2º Manifiesto Surrealista, 1929.
Romper, destruir, despreciar, aniquilar... el arte de vanguardia irrumpe
en el siglo XX como un grito de furia; pero no parece, en efecto, que recoja el
sentir popular, sino que, al contrario, trata de inducir o despertar en el
hombre estos sentimientos, como para arrastrarle a una ominosa vorágine
antisocial. Esto es lo que nosotros entendemos por terrorismo artístico, e insistimos en que su aceptación social
constituye un hecho insólito que no encuentra explicación a la luz de la lógica
histórica convencional.
[1] Las citas están tomadas de
la Red y no es fácil especificar su autoría, por cuanto se repiten de forma
literal en numerosas webs y blogs de carácter didáctico.
[2] Al
mismo tiempo, el también norteamericano John Cage llevaba la vanguardia musical
al extremo con su “música aleatoria”, buen ejemplo de la cual es la obra 4’33’’ de 1952, en cuya partitura no
aparece escrito ningún sonido que
deba ejecutarse a lo largo de sus más de cuatro minutos y medio de duración. Se
supone que la “gracia” de esta composición (si se puede llamar así a algo que
no incluye elemento constructivo alguno) reside precisamente en que permite
prestar atención a los “otros” sonidos, los ruidos ambientales que vayan
surgiendo a lo largo de la “ejecución”, ruidos que pasarán así, de ser un
elemento perturbador, a convertirse, por primera vez en la Historia, en los
auténticos protagonistas del hecho
musical. Lo curioso es que, aunque su partitura no incluye ninguna nota,
4’33’’ está concebida como una pieza para piano –poco después sería transcrita
para orquesta sinfónica (!)-, y de hecho se requirió la presencia del pianista
virtuoso David Tudor para efectuar su estreno. Cabe preguntarse cuántas horas
de estudio debió dedicar este artista a preparar su “interpretación”, y qué
caché percibió por permanecer cuatro minutos y medio sentado en silencio
delante de un piano. También cabe preguntarse hacia dónde camina una
civilización que admite, fomenta y patrocina espectáculos de este calibre, como parte
de su cultura de elite, “sólo para conocedores”; teniendo en cuenta, además,
que esta obra de Cage, que a nuestro entender marca el nadir del arte musical de todos los tiempos, no es, por desgracia,
lo más aberrante que se ha hecho desde entonces: a partir de esos años, como todo el mundo sabe, se han venido
vendiendo como arte fenómenos y
ocurrencias que el más elemental buen gusto impide describir en estas páginas.
[3] Como
explicación a este hecho se suele aducir que, en tiempos pasados, el artista no
gozaba de la libertad que, sólo a partir del siglo XX, le habría permitido
criticar los valores establecidos. Esto es falso: el arte del pasado está
repleto de críticas sorprendentemente mordaces y atrevidas a la Iglesia y al
poder, con la diferencia de que entonces, al utilizar un lenguaje inteligible,
estas puyas eran comprendidas por
todos y podían surtir su efecto, mientras que la pretendida crítica social y
moral de las vanguardias se diluye en la propia esterilidad de un lenguaje
incomprensible, y no surte más efecto que la extrañeza y el desinterés del
público en general. Evidentemente, ésta no es la mejor manera de hacer crítica
social. Cuando, varias décadas después, el marxismo se proponga infiltrarse en los
ambientes juveniles de las democracias occidentales (ya en los años 60 y 70),
no lo hará a través de lenguajes abstrusos e incoherentes, sino mediante la
“canción protesta”, en la cual una sencilla melodía, emotiva, pegadiza y en
ocasiones muy inspirada, se convertirá en el vehículo ideal para transmitir un
mensaje político, matizado a través de formas poéticas de corte noble y heroico
que enardecerán a la juventud con extraordinaria eficacia propagandística. Una
cosa es utilizar el arte para hacer crítica social, lo cual ha sido desde
siempre una de sus funciones (con excepción, precisamente, de la URSS y demás
totalitarismos mesiánicos, que utilizaban esas tácticas fuera de sus fronteras, pero jamás las permitieron dentro de
ellas), y otra convertir el arte mismo
en una crítica, cosa que carece de sentido y no produce más efecto que la
destrucción del propio arte. Una cosa es utilizar una pistola para disparar
proyectiles, con lo cual podemos presumiblemente alcanzar nuestro objetivo, y
otra arrojar como proyectil la propia pistola, con lo cual, lo único que
conseguiremos es quedarnos sin ella. O, dicho de otra forma: el proyectil más envenenado resulta inútil
si el arma no está perfectamente engrasada.
[4] Sólo
el eventual triunfo de una revolución marxista podía hacer perder localmente el
control de la sociedad a la burguesía en esos momentos. Pero, aunque los
líderes de las vanguardias se proclamaban con frecuencia marxistas, el marxismo
despreciaba abiertamente las vanguardias, a las que consideraba signo evidente de la
decadencia burguesa: en la URSS, el paraíso soñado de tantos vanguardistas
utópicos, se prohibiría radicalmente su práctica, en favor del “realismo
soviético”. Entre las reivindicaciones del proletariado, la cuestión artística
no ocupaba, desde luego, lugar alguno (como no lo ocupaba en la sociedad en
general, muy satisfecha con el arte convencional de su tiempo), de modo que el vanguardismo no se puede considerar
propiamente un arma de agitación social encaminada a propiciar algún tipo de
cambio político.
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