martes, 11 de junio de 2013

Galileo y la Inquisición

Galileo Galilei ha pasado a la Historia, más que por sus méritos científicos (que no son en absoluto despreciables[1]), por representar el paradigma indiscutible de víctima de la intolerancia, constituyendo su juicio y posterior condena el caso más emblemático de inmovilismo y cerrazón por parte de la Iglesia Católica, campeona de la ignorancia y el fanatismo y enemiga declarada de todos aquellos descubrimientos que pudieran poner en peligro su posición de privilegio.
Según la leyenda universalmente aceptada, el eminente investigador pisano fue llevado ante el Santo Oficio por defender en su libro Diálogos sobre los dos mayores sistemas del Mundo el modelo heliocéntrico en lugar del geocéntrico (único admitido entonces por la Iglesia), resultando injustamente condenado por un tribunal fanático que desoyó cuantas pruebas pudo aportar el acusado a favor de su tesis. En ese momento, lleno de justa indignación e impotencia, lanzó su titánica frase “Eppur si muove!” (“¡Y sin embargo, se mueve!”, aludiendo al movimiento de la Tierra en torno al Sol), antes de ser encerrado en los lóbregos calabozos de la Inquisición. A muchos, incluso, les gusta completar el relato asegurando que fue quemado vivo en la hoguera.
Todo es falso. Galileo fue condenado por ser un pionero de la ciencia, sí, pero no en el sentido que a esta expresión se le da habitualmente. Fue un pionero en presentar la ciencia como la nueva religión, afirmando las hipótesis como si fueran dogmas, sin aportar pruebas concluyentes y descalificando de entrada a todo el que osara poner en duda sus afirmaciones. Es decir, lo mismo que siguen haciendo, cuatro siglos después, los científicos evolucionistas. En este sentido, Galileo demostró ser un “adelantado a su tiempo”.
La teoría heliocéntrica contaba ya con casi un siglo de antigüedad cuando Galileo decidió erigirse en defensor a ultranza de la misma. La había desarrollado el astrónomo polaco Nicolás Copérnico (canónigo y posiblemente sacerdote, en cualquier caso miembro de la Iglesia) a lo largo de las primeras décadas del siglo XVI, y desde entonces había sido valorada positivamente por muchos católicos[2], empezando por los papas Clemente VIII y Pablo III (a quien sería dedicado el libro Las revoluciones de los mundos celestes), el cardenal Schönberg y el arzobispo Tiedemann Giese de Culm, gracias a cuya insistencia el reticente investigador accedió, ya muy anciano, a la publicación de su magna obra en 1543, el mismo año de su muerte. Aunque había sectores (a los cuales sería hoy muy fácil tildar de “inmovilistas”) que encontraban la doctrina copernicana contraria a las Escrituras, a la tradición aristotélica y al propio sentido común, la Iglesia no se oponía por principio al nuevo sistema. Pero en aquella época, además de que no se contaba aún con medios para corroborar la hipótesis experimentalmente (las comprobaciones no llegarían hasta los siglos XVIII y XIX), lo cual impedía, por respeto al mismo espíritu científico, presentarla como una verdad indiscutible, no existían tampoco razones suficientes para descartar la teoría geocéntrica. Ésta, actualizada con la incorporación de algunos elementos tomados del heliocentrismo por el prestigioso astrónomo danés Tycho Brahe, seguiría gozando del favor de la Iglesia, que en 1610 adoptó oficialmente dichas innovaciones, abandonando el viejo sistema de Ptolomeo. Algunos investigadores especialmente desprejuiciados llegan a reconocer hoy en día que los argumentos a favor del geocentrismo eran en esa época más sólidos que los esgrimidos por los valedores de la hipótesis heliocéntrica[3].

Sea como fuere, el caso es que, tras más de setenta años de pacífica convivencia con las ideas copernicanas, la forma vehemente y jactanciosa con que Galileo (confiado en la infalibilidad de sus revolucionarios instrumentos ópticos) empezó a defender sus posiciones, ridiculizando sin piedad a sus oponentes, generó en el seno de la Iglesia una agria polémica a raíz de la cual la obra de Copérnico resultó inesperadamente censurada donec corrigatur en 1616, instándose respetuosamente a Galileo a que, en adelante, presentase sus tesis heliocéntricas tan sólo como teorías equiparables a las geocéntricas. Fue el propio papa Urbano VIII, que había sido amigo personal del astrónomo, quien le sugirió escribir un libro en forma de diálogo en el que se expusieran en términos de igualdad ambas hipótesis. Galileo prometió hacerlo así, pero su Diálogo, publicado en 1632, distaría mucho de ser imparcial. El personaje encargado de defender en el texto las posiciones geocentristas será Simplicio, un tonto en el que algunos han querido ver retratado al mismísimo pontífice que había propuesto la idea al autor (!).
Así fue como el arrogante científico, que pocos años antes había sido recibido con todos los honores en el Colegio Pontifical, donde había explicado con gran éxito sus investigaciones, exhibiendo su telescopio en los jardines Quirinales de Roma ante un papa fascinado y una multitud entusiasta, acabó compareciendo ante el Santo Oficio. No por enseñar la teoría heliocéntrica, sino por desoír y burlarse de las amonestaciones, y por presentar la teoría como dogma, apoyada, además, por pruebas falsas, como el movimiento de las mareas, que a su juicio era señal inequívoca del desplazamiento de la Tierra.
Los astrónomos jesuitas del Observatorio Vaticano habían establecido ya, en esa época, que las mareas estaban provocadas por la atracción lunar, pero Galileo desechó y ridiculizó esta explicación. Lo cierto es que, en este y otros puntos, estaba equivocado[4], pero fue tratado en todo momento con el máximo respeto por sus colegas científicos del Tribunal (probablemente, más del que mostró él hacia ellos), y no llegó a pisar la cárcel[5]. Su condena consistió en cinco años de arresto domiciliario en la lujosa villa de su propiedad, más algunas oraciones de penitencia que el propio Galileo continuó practicando después de cumplido el tiempo fijado, porque, pese a todo, era un hombre de profundas convicciones religiosas. Y, probablemente, jamás pronunció el famoso “Eppur si muove!”. Según algunas fuentes, esta sonora frase habría sido inventada más de un siglo después por el periodista italiano Giuseppe Baretti, para añadir dramatismo al episodio.
Lo que sí dijo Galileo (o, más bien, escribió en una de sus cartas privadas) fue que todo aquél que no estuviera dispuesto a aceptar de inmediato el sistema copernicano era “un imbécil con la cabeza llena de pájaros, [alguien] apenas digno de ser llamado hombre, una mancha en el honor del género humano”. Diatribas que anticipan con extraordinaria lucidez las que mucho tiempo después dedicaría el eminente biólogo Richard Dawkins, catedrático de Oxford, a cuantas personas se mostrasen reticentes a comulgar con el dogma evolucionista: “Si encontramos a alguien que declare no creer en la evolución, podemos tener la certidumbre de que esa persona es ignorante, necia, o que no está cuerda (o es malvada, pero prefiero no considerar tal caso)[6].
La ciencia nace, como vemos, con vocación dogmática, dispuesta a convertirse en una nueva religión, más intransigente aún que aquélla a la que pronto conseguirá desbancar. La nueva “inquisición” la integrarán los santones de la ciencia, aferrados a la ortodoxia dominante en cada época, lanzando anatemas contra todo aquel que ose disentir de sus sagrados puntos de vista. Y las nuevas hogueras arderán en forma de desprestigio, aislamiento profesional e imposibilidad de publicación para todos los científicos “herejes”. Ni siquiera se les concederá la oportunidad de explicar y defender sus tesis, como sí sucedía en los tribunales del Santo Oficio, en tiempos de la Cristiandad. La Inquisición, en contra de lo que se suele pensar, no nació para ensañarse con los presuntos herejes, sino, paradójicamente, para defenderlos de las iras del pueblo (que tendían a tomarse la justicia por su mano cuando veían amenazadas sus sagradas creencias) y de una justicia civil demasiado expeditiva (una acusación de herejía equivalía a alta traición y pena capital), estableciendo una sistema judicial con garantías para el acusado, que, en muchos aspectos, sentó las bases de los tribunales actuales. Inquisición viene de inquirir, o sea, investigar mediante preguntas, porque la idea básica era dar al acusado la ocasión de explicarse, y luego la de arrepentirse. La inmensa mayoría de las veces, los juicios se resolvían con penitencias menores (o con absoluciones), y sólo los muy recalcitrantes iban a parar a la justicia secular, que se encargaba de ejecutar las penas máximas.
Cuando se trata de la Inquisición, nadie utiliza como atenuante la circunstancia de que la pena de muerte era común en la época: mucha gente era ajusticiada por distintas causas (se calcula que por cada ejecución ordenada por los tribunales eclesiásticos había cien de reos ordinarios) sin que ello constituyera entonces motivo de escándalo. Y, lo que es aún más sorprendente, nadie parece querer asumir el hecho de que las condenas por motivos religiosos no fueron en modo alguno inventadas por los tribunales eclesiásticos: todas las naciones europeas contaban desde antiguo con una durísima legislación penal contra la herejía y la brujería (véase la Witchcraft Act en la Inglaterra de Enrique VIII, un país al que nunca llegó la Inquisición como tal) y, tanto en los países en los que actuaba el Santo Oficio como en los que no lo hacía, la justicia civil se ocupaba finalmente de las ejecuciones, con la única diferencia de que las garantías procesales eran generalmente menores en estos que en aquéllos.
Otro tanto cabe decir de la tortura: se presupone que fue la Iglesia Católica la que, a través de la Inquisición, introdujo estas prácticas abominables en una sociedad de por sí pacífica y tolerante. Sin embargo, la tortura formaba parte, desde tiempos inmemoriales, de los métodos coercitivos de la justicia ordinaria, y lo que vino a hacer la Inquisición fue regular su uso, imponiendo severas restricciones: ni mutilación ni muerte, duración muy limitada y presencia de un médico durante su aplicación. Ninguna de estas condiciones se observaban con anterioridad. Los calabozos del Santo Oficio resultaban humanitarios en comparación con las cárceles ordinarias, hasta el punto de que muchos presos comunes solicitaban su traslado a las dependencias eclesiásticas. Se suele pintar a los inquisidores como hombres malvados, odiados por el pueblo, que se sentía amenazado por ellos. Todo lo contrario. En ellos se veía una salvaguarda, y lo único que se les reprochaba era ser, en ocasiones, demasiado condescendientes con los acusados.




[1] Además de la consabida invención del telescopio y las trascendentales observaciones astronómicas que éste posibilitó, incluyen grandes aportaciones en mecánica y dinámica (sus auténticas especialidades), entre las que se cuenta la formulación de la famosa “ley cuadrado-cúbica”.
[2] No así por Lutero y sus seguidores, que, desde un principio, condenaron sin paliativos la nueva doctrina (un detalle que suele pasar desapercibido para los furibundos anticatólicos), publicándose numerosos panfletos contra Copérnico en Alemania durante el siglo XVI. Si bien la Biblia alude en determinados pasajes a la inmovilidad de la Tierra, no existía ninguna razón doctrinal de base por la cual el cristianismo hubiera de rechazar frontalmente la teoría copernicana (algunos entusiastas, como el carmelita Foscarini, llegaban incluso a ver en el candelabro de siete velas presente en la liturgia un símbolo heliocéntrico) y, de hecho, la mayor parte de las investigaciones -en éste y en otros terrenos científicos- se llevaron a cabo en círculos eclesiásticos.
[3] La aparente ausencia de paralaje estelar, por ejemplo, fue para Brahe un argumento definitivo a la hora de rechazar el heliocentrismo: si la Tierra se movía en torno al Sol, tendrían que apreciarse necesariamente, a lo largo del año, leves variaciones en la posición relativa de las estrellas fijas. De hecho, lo único que, en la práctica, anula (o minimiza hasta extremos imperceptibles) este efecto es la distancia colosal que separa las estrellas de nuestro planeta, distancia que en aquellos tiempos no sólo no era mensurable, sino ni tan siquiera concebible. Hacia 1600, poco antes de morir, Brahe confió a su ayudante, el joven matemático alemán Johannes Kepler, la tarea de llevar a buen término sus investigaciones geocéntricas, poniendo en sus manos una cantidad ingente de datos astronómicos de gran precisión; pero éste, fascinado desde siempre por la idea del heliocentrismo, acabaría descubriendo, entre tal maraña de datos, una clave muy diferente a la que hubiera esperado su mentor. En efecto, tras largos años de observación, reflexión y trabajo, Kepler logró describir, a través de sus magistrales Tres Leyes (que, extrañamente, nunca fueron invocadas por Galileo en apoyo de sus tesis), la forma en que todos los planetas, incluida la Tierra, se desplazaban siguiendo órbitas elípticas alrededor del Sol. Para él, como profundo creyente, el heliocentrismo constituía una perfecta plasmación de la Armonía celeste, representando el Sol al mismo Dios en torno al cual giraba el Universo entero. De todas formas, y pese a la indudable importancia de este descubrimiento, hay que advertir que las Leyes de Kepler no representaron una demostración física del heliocentrismo (ya hemos indicado que éstas no llegarían hasta mucho más tarde), sino tan sólo una descripción matemática de su funcionamiento.
[4] También en presentar los cometas (que para Tycho Brahe constituían un indicio más a favor del geocentrismo) como ilusiones ópticas o fenómenos atmosféricos. Aunque otros de los argumentos que aportaba en su Diálogo sí eran correctos, como los que se refieren a la rotación de las manchas solares o a las fases de Venus, ninguno de ellos resultaba de por sí tan concluyente como el autor pretendía. Hay que destacar, en cambio, el hecho de que, en cuanto llegaron las primeras pruebas irrefutables de la rotación de la Tierra, a mediados del siglo XVIII, fue el propio Santo Oficio el que se apresuró a hacer publicar las obras completas de Galileo, levantando todas las prohibiciones que aún pudieran pesar sobre el heliocentrismo
[5] Según el filósofo de la ciencia Paul Feyerabend, “La actitud del inquisidor (Roberto Belarmino) fue al menos tan científica como la de Galileo, siguiendo criterios modernos”.
[6] The New York Times, 9 de abril de 1989.

10 comentarios:

  1. Una pequeña puntualización: Galileo no inventó el telescopio, lo hizo el holandés Hans Lippershey; Galileo vió el gran potencial que tenía y lo perfeccionó. Es evidente que debía de ser engreido y de estar muy convencido de sus ideas, hasta el punto de despreciar las de los demás, por puro convencimiento de lo propio, pero eso no impide que tengamos que reconocer que fue un grandísimo científico, y no un mero plagiador de ideas de los otros (como el heliocentrismo de Copérnico); su intuición genuina sobre el movimiento de los cuerpos (su famoso experimento dejando caer una bola de madera y otra de hierro desde la torre de Pisa y demostrar que llegan a la vez al suelo) abrieron las puertas para que Newton sentara las leyes de la mecánica. Y en el plano de la astronomía, fue el primero que dirigió el telescopio a Júpiter y descubrió sus cuatro satélites principales, como modelo a escala del sistema solar, lo que le hizo alcanzar el pleno convencimiento del modelo heliocéntrico, que luego defendió con tanta convicción, tratando de ignorantes a los que no creían en él. Hasta cierto punto no me extraña: lo había visto con sus propios ojos!

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    1. Estimado Silvestre: Te agradezco tus puntualizaciones acerca de la invención del telescopio y las grandes aportaciones científicas de Galileo, que en este artículo no se ponen en duda en ningún momento (ya en la primera frase se dice que sus méritos "no fueron en absoluto despreciables"), ni mucho menos se sugiere que fuera un "mero plagiador" del sistema copernicano. Lo único que digo, y mantengo, es que la soberbia es mala compañera para un científico, y en ningún caso está justificada, como pareces sugerir tú en la última frase de tu comentario. Es cierto que Galileo "había visto con sus propios ojos" los satélites de Júpiter, o las fases de Venus. Pero no es menos cierto que también había visto cometas y los había confundido con fenómenos atmosféricos, al igual que había observado el movimiento de las mareas y lo había achacado erróneamente a la traslación de la Tierra. Los ojos nos engañan con facilidad, sobre todo si nuestros instrumentos ópticos son aún relativamente rudimentarios. Tycho Brahe (un científico de talla comparable a la del italiano) había visto también con sus propios ojos que las estrellas fijas no mostraban desplazamiento relativo a lo largo del año, y ésta, para los estándares de la época, era una prueba de geocentrismo al menos tan sólida y tan empírica como las de Galileo, sin mediar ningún tipo de fanatismo religioso. Nadie podía imaginar entonces las distancias astronómicas medidas en años-luz, y por eso la prueba de Brahe (que, por cierto, consideraba los cometas cuerpos celestes, como de hecho son, y no fenómenos atmosféricos o ilusiones ópticas) debía considerarse irrefutable. La ciencia no estaba entonces en condiciones de demostrar definitivamente ninguna de las dos hipótesis y, por eso, cualquier postura prepotente estaba fuera de lugar. Fijarse sólo en los aciertos de Galileo y correr un tupido velo sobre sus garrafales errores, como cuando ridiculizó a los astrónomos jesuitas que asociaban correctamente el movimiento de las mareas a la atracción lunar, me parece una posición poco objetiva. El debate entre Galileo y sus adversarios distó mucho de ser una "lucha de la luz de la ciencia contra las tinieblas del fanatismo religioso", ni nada parecido. De hecho, representó el enfrentamiento de dos posturas científicamente sólidas, para la época; y si alguien se apartó, en este debate, de la prudencia, la cautela y la humildad que exige siempre el método científico, no fueron, desde luego, los inquisidores, que demostraron poseer una elevada talla intelectual y moral.

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  2. Hola, en este capítulo. Supongo que para la argumentación sobre los antecedentes de la teoría heliocéntrica en Galileo es suficiente remontarse un siglo, como haces, Carlos. Pero por si alguien quiere satisfacer más a fondo la curiosidad, voy a mencionar a Aristarco de Samos, que vivió entre finales del siglo IV a. C. y principios del III, cuya obra pereció en el famoso incendio de la biblioteca alejandrina, pero de quien quedan dos breves citas en Arquímedes y Plutarco, donde de manera simple se expone la teoría heliocéntrica, basándose en un ángulo recto formado entre sol y luna desde la tierra, calculando la distancia y el tamaño de los dos, para concluir que dado el tamaño del sol -el calculado era, con todo, muchísimo menor que el real-, por fuerza el sol tenía que ser el centro. Y todavía hubo otro antes, Heráclides del Ponto -con ese nombre tan casi mítico, a saber si existió con tal denominación que, por otro lado, se atribuyó a una de las familias nobles de la Atenas arcaica-, que dedujo el heliocentrismo para los demás planetas, y todos juntos con el sol girarían alrededor de la tierra. Lo que me maravilla de todo esto, además del universo en sí y sus movimientos magníficos, es el arduo camino que en todo ha tenido que recorrer el ser humano, con pasos intermedios, vueltas para atrás, saltos hacia adelante, y así, con dudas y diatribas, para que ahora nos encontremos con unas teorías más o menos espectacularmente confirmadas por la ciencia moderna. Saludos.

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    1. Gracias de nuevo por tus interesantes aportaciones. También se encuentran precedentes del evolucionismo de Darwin en la Grecia antigua (Anaximandro, Empédocles...). Los griegos adelantaron en muchos aspectos la mentalidad y el espíritu de nuestro tiempo; pero, vistos los resultados actuales, no sé si eso representa un halago o más bien un insulto...
      Saludos.

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  3. Buenos días. No es que los griegos se adelantaran a nuestra mentalidad, es que son un eslabón anterior en la misma cadena cultural, en el tiempo, que nosotros, igual que los chinos, los indios y los mesopotámicos. Así, en ese orden, parece que la cultura se ha ido desplazando, de oriente a occidente, con pequeñas variantes superficiales, pero en el fondo y en la esencia la misma cultura adaptándose a tiempos y lugares. Si aceptáramos ese ciclo, podríamos pensar que una vez que el liderazgo cultural y económico, en su desplazamiento con el sol, ha llegado a América, está de nuevo amaneciendo por extremo oriente y de nuevo toca a japoneses y chinos ponerse a la cabeza, liderar, ser modelo, conquistar -vade retro-, colonizar cultural o económicamente, como se quiera describir el hecho, al resto del mundo. En fin, estas consideraciones generalizadoras están sometidas a excepciones y precisiones que las convierten en arriesgado lance de interpretación, y a veces en simple conjetura falsa, pero resultan siempre algo atractivas, por lo que poseen de sintetizadoras de la realidad, tan compleja ella. Es como cuando un proceso matemático muy intrincado queda, en un lúcido análisis, reducido a una simple relación de las cuatro operaciones básicas, o una enorme sinfonía beethoveniana a simple esquema de exposición, desarrollo y reexposición. Parece que así se entiende todo mejor. Saludos.

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    1. Claro, pero me parece que en tu sucinto esquema histórico estás dejando fuera una civilización que es la que guarda, realmente, la clave de nuestro mundo moderno, mucho más que la griega. Me refiero a la Edad Media, por la que siempre se suele pasar "de puntillas", como si fuera un padre impresentable del que nos avergonzáramos. En efecto, la semejanza de mentalidad entre los antiguos griegos y nuestra civilización industrial no tendría nada de particular si ésta hubiera derivado directamente de aquélla; pero entre una y otra se extienden los mil años del Medioevo que, a mi entender, son tan ricos y fascinantes, en todos los aspectos, como la etapa que le precedió y la que vendría a continuación. La pardoja radica en que, siendo nuestro mundo moderno hijo directo de la tradición medieval cristiana, su mentalidad dominante sea rabiosamente opuesta a ésta y presente, en cambio, concomitancias con una que se extinguió hace más de dos mil años. Que también es "pariente" nuestra, sí; pero mucho más lejana y remota. Tal vez sea por aquello de que los hijos muchas veces se llevan mejor con los abuelos que con los padres... pero yo, personalmente, me inclino a creer que nuestro rechazo por la tradición cristiana (la única que es realmente nuestra) y nuestra impostada admiración por los lejanos griegos (que apenas conocemos) es más bien el resultado de una manipulación histórica iniciada en el Renacimiento y culminada en el siglo XIX, durante la cual se denigraron intencionadamente los valores medievales y se ensalzaron los "clásicos" para construir sobre esa mentira un mundo artificial que reniega de su propio origen y que está, por tanto, condenado a la confusión y la decadencia. Confusión y decedencia que, en nuestros días, están alcanzando ya su máxima expresión.
      Saludos.

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  4. Hola, Carlos. No hay muro de ninguna clase que nos separe de "esa otra civilización más lejana y remota" que la de la Edad Media, más cercana, según tú. Son una continuidad, y eso es imposible no verlo si se lee los textos desde la época arcaica hasta la helenística y la romana, de las establecidas en el periodo que tratamos. El cristianismo está preludiado en los textos de Epicteto y de Séneca, por no mencionar a Aristóteles y a Platón, donde hay tanta riqueza que ciertos rincones quedan demasiado ocultos. No me he saltado la Edad Media, he mantenido una elisión, dando por supuesto que tras la civilización oriental venía la occidental, desde Roma !hasta el siglo XX¡, por lo menos el primer tercio, puesto que ¿qué iba a haber en medio hasta América? La Edad Media, para mí al menos, no es nada vergonzoso ni es una "época oscura" -como llaman los historiadores a la etapa que precede a la arcaica griega (siglos VII-VI, a. C.) y que algunos califican de "medieval"-, porque veo en Santo Tomás y en otros, continuadores de Aristóteles, más que de Epicteto, Séneca y Marco Aurelio, que están curiosamente más cerca del cristianismo en su expresión del amor universal e infinito y de la caridad con el que sufre al menos, y al lado del latín hablado que dará las lenguas romances, está el latín culto, heredero directo de Horacio y de Vitgilio, que hará fácil la tarea del Renacimiento de Miguel Ángel, Nebrija, Juan Eweraert y tanto y tantos. En fin, para mí es imposible no ver en el "Conócete a ti mismo" del frontispicio del templo de Delfos, la herencia de la introspección hindú y el origen del examen de conciencia de nuestro catecismo. Y así sinnúmero de conceptos y ejercicios que están en una lógica cadena de transmisión, en el esfuerzo por conquistar el origen humano más limpio para mantenerse fiel a ello. Un gran estudioso del mundo clásico, Werner Jaeger, después de estudiar en su "Paideia" el espíritu griego, pasó, en lógico caminar. a dedicarse al cristianismo, primero helénico-hebreo y luego de la Edad Media, en sus obras posteriores. Sostengo, por tanto, mi opinión de que esa división de civilizaciones es metódica, sirve de ayuda pedagógica para sintetizar y comprender, pero no para ver sus diferencias como características diferenciadoras de elementos separados. San Pablo -como mucho después los santos padres con el mundo romano- pasó por el mundo helenístico y lo refleja no sólo en sus diatribas anti-gentiles, sino en el aliento que sale de su boca impregnado del aroma ambiental en el que respira, el de una sociedad en la que ya algunos hombres y mujeres de espíritu vieron la "insostenibilidad" del modo de vida de los hombres hacinados en enormes ciudades, y se retiraron al desierto, que es lo que significa el verbo "anachoréo", retirarse, de donde los primeros anacoretas en todo el mundo helenístico de los siglos tercero a uno antes de Cristo, el cual, cuando se fue cuarenta días en soledad, lo hizo dentro de una tradición ya bien establecida. Y después de Él otros, hasta san Bernardo y otros, y así en otros aspectos de la tradición del pensamiento y el espíritu, no hay corte antes y después de Cristo, ni antes y después del siglo V p. C., cuando aproximadamente se establece el fin del mundo clásico y el medieval, como todos sabemos.

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    1. He debido de explicarme mal. Yo no he dicho en ningún momento que haya un "muro" que nos separa de la civilización griega, y mucho menos he insinuado que la Edad Media no bebiera en las fuentes de la Antigüedad clásica. ¡Claro que existe una continuidad intelectual, e incluso espiritual, entre los clásicos grecorromanos y los medievales, a través de los Padres de la Iglesia, algunos de los cuales fueron ciudadanos romanos, antes de la disgregación del Imperio! ¡Claro que Platón vive en San Agustín y Aristóteles en Santo Tomás! Si existe un "muro" que nos impide ver esta gozosa continuidad cultural es el que se levantó a partir del Renacimiento, que es cuando se reniega de la tradición medieval y se reclama artificiosamente sólo la parte de la herencia grecorromana. Un "muro" que empezaron a construir los poetas humanistas italianos (con Petrarca a la cabeza) cuando, en el siglo XIV, cantaban las loas de sus señores comparando el esplendor de sus pequeñas y orgullosas ciudades-estado con el de la antigua Roma, desligándose tácitamente de la Cristiandad europea. Un muro que se consolidó durante los siglos XVII y XVIII, con la Leyenda Negra antiespañola y anticatólica, y la nueva mentalidad "ilustrada" y racionalista. Un "muro", en fin, que se remató durante el siglo XIX, cuando los historiadores a sueldo del Nuevo Orden industrial denigraron y difamaron intencionadamente cada uno de los aspectos de la vida medieval, para borrar todo rastro de fe, obediencia y honor en la conciencia del hombre común, adoctrinado en las aulas de la recién implantada enseñanza obligatoria.
      Resumiendo: sí hay continuidad entre la Antigüedad clásica y la Edad Media, pero no entre ésta y el Renacimiento, cuyo planteamiento artificioso nos ha impedido beber de las fuentes antiguas a través de sus formas medievales cristianizadas, como habría sido lo natural. "No hay corte antes y después de Cristo, ni antes y después del siglo V p. C.", como tú dices; pero sí en torno al siglo XIV, cuando el hombre decide, de pronto, convertirse en el centro del Universo.
      Saludos.

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  5. Buenos días. Releyendo los argumentos de este capítulo, me encuentro con la frase "Los calabozos del Santo Oficio resultaban humanitarios en comparación con las cárceles ordinarias", de la que sólo señalo lo de "ordinarias", donde es evidente que quieres decir las demás cárceles, en oposición a las del Santo Oficio, pero parece que quiere decir que existía un lugar de reclusión donde se redimían penas durante el tiempo que el juez hubiera señalado, y eso, una institución como la moderna cárcel, no aparece en nuestra Europa hasta el siglo XIX. Hasta entonces, la reclusión siempre fue una espera del juicio o de la ejecución del reo, de modo que cuando varios de los prisioneros a lo largo de la historia han permanecido encerrados largo tiempo. ello era debido a que el poder, una vez quitado de en medio el estorbo para sus propósitos, esperaba que la propia reclusión del enemigo acabaría con él o no daba el paso de cargar su conciencia con una muerte más o de ennegrecer su imagen social con un acto impopular.

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    1. Es cierto que la cárcel como lugar para la redención de penas es una institución moderna, aunque yo creo que se remonta al siglo XVIII, con la famosa Bastilla parisina, antes que al XIX (dicho sea de paso, cuando las masas exaltadas asaltaron este castillo en las afueras de la capital francesa, al inicio de la Revolución, sólo pudieron "liberar" a cuatro presos, lo cual da idea de que el Absolutismo no era tan tamible como lo serían luego los Tribunales Populares revolucionarios). Pero la reclusión como castigo no era desconocida en tiempos antiguos, ya que el propio Galileo fue condenado a ella... en su propia casa (lo que ahora llamaríamos "arresto domiciliario"). Por otra parte, las ejecuciones públicas no siempre eran "actos impopulares", como tú dices, pues al pueblo, en general, le gustaba verse libre de elementos perturbadores o indeseables. Sería precisamente a raíz de la Revolución Francesa y las subsiguientes revoluciones de uno y otro signo, que trajeron ideologías impuestas por la fuerza (de espaldas a las tradiciones de los pueblos), cuando las ejecuciones masivas de "disidentes" se empezarían a convertir en motivo de auténtico Terror popular. El precedente inmediato se encuetra en las Guerras de Religión provocadas por la Reforma Protestante, durante los siglos XVI y XVII; pero la Edad Media, que es cuando nació la Inquisición, fue, en general, ajena a las actuaciones genocidas.

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