jueves, 13 de junio de 2013

La Gran Idea

Hace algunos años, una empresa dedicada a realizar estudios sociológicos llegó, mediante encuestas y sondeos, a la conclusión de que las personas de mayor estatura conseguían, en general, empleos mejor remunerados que los más bajitos, con una formación académica y una experiencia laboral similares. Se ponía de manifiesto así un curioso fenómeno sociológico, poco conocido e investigado hasta entonces, que se podría enunciar, reduciéndolo a una sucinta proposición, de la siguiente manera: Los más altos consiguen mejores empleos.
Sabemos, sin ningún género de dudas, cuándo una persona es más alta que otra: sólo es cuestión de medir sus estaturas y compararlas. Y también sabemos cuándo un empleo está mejor remunerado que otro: no tenemos más que confrontar las cifras que figuran en las respectivas nóminas. De este modo, nuestra afirmación “Los más altos consiguen mejores empleos” pone en relación directa dos hechos (medir más o menos centímetros, ganar más o menos dinero) que cuentan, cada uno de ellos, con sistemas de referencia independientes e indiscutibles. Es, por tanto, una proposición coherente, más allá de que posteriores estudios avalen o refuten su veracidad, o limiten de una u otra forma su alcance, según los distintos ámbitos en que se aplique.
El darwinismo cuenta también con una proposición de este tipo, que algunos entusiastas han llegado a calificar como “la mejor idea en la Historia de la Humanidad”: Los más aptos consiguen sobrevivir mejor. Esta es, en efecto, la clave del mecanismo de selección natural propuesto por Darwin para explicar la evolución de las especies. A lo largo de las sucesivas generaciones, se producen cambios o mutaciones espontáneas, algunas de las cuales resultarán favorables y producirán individuos más aptos, que sobrevivirán con más facilidad que el resto de la progenie y acabarán dando lugar a una especie mejorada. La supervivencia del más apto se ha convertido así en un principio fundamental, no sólo en el campo de la biología, sino incluso en los de la sociología, la economía y la política.

Ahora bien, hemos señalado que, para que una proposición sea coherente, debe poner en relación dos términos independientes, mensurables ambos de acuerdo a sistemas de referencia autónomos. De la misma forma que contamos con un medio incuestionable para saber si una persona es más alta que otra, o gana más dinero, debemos disponer de una referencia para establecer cuándo un organismo es más apto que otro. El problema es que sólo existe un criterio para dilucidar la aptitud de los organismos vivos, y ese es, precisamente, la supervivencia. Por definición, un ser vivo es más apto que otro cuando es más capaz de sobrevivir. La naturaleza está llena de ejemplos que muestran que no siempre sobrevive el más fuerte, o el más grande, o el más veloz, o el más agresivo. Resulta impredecible. En un entorno determinado, una cierta cualidad puede ser la clave de la supervivencia, y, en otro entorno distinto, puede ser la contraria: no existe un criterio independiente de aptitud. Simplemente, se declara eventualmente apto al organismo que, en unas condiciones dadas, ha logrado transmitir su información genética a la siguiente generación. De esta manera, el pomposo principio de la supervivencia del más apto se reduce a la “supervivencia del sobreviviente”. Es como si el enunciado que mencionábamos al comienzo afirmase que “el más alto es el que mide más centímetros”, o que “el que tiene mejor sueldo es el que gana más dinero”[1].
Una sentencia de este tipo, no sólo no puede ser “la mejor idea de la Historia”, sino que ni siquiera alcanza la categoría de idea, puesto que no enlaza dos conceptos distintos para engendrar otro nuevo, limitándose a nombrar un mismo elemento conceptual de dos maneras diferentes, con la suficiente habilidad como para crear la ilusión de que se está aportando alguna información. En este caso, no se está haciendo más que señalar que “alguien” sobrevivirá (lo cual es obvio), y que a ese “alguien”, sea quien sea, le llamaremos apto, sin indicar a priori ninguna de las cualidades que le diferencian de los no-aptos, aparte de la supervivencia en sí[2].
Esta clase de pensamiento autojustificativo es el que habría de llevar a Hitler, algunas décadas después de la muerte de Darwin, a proclamar unilateralmente a la raza aria como la más apta (¿tal vez por ser más altos y más rubios?: en realidad, no necesitaba aportar ninguna explicación, como Darwin tampoco lo había hecho) y proceder al exterminio de las etnias que, por “ley natural”, estaban condenadas, tarde o temprano, a la desaparición[3].
Una nueva forma de entender el orden de la Naturaleza que también inspiró a filósofos tan emblemáticos de la modernidad como Friedrich Nietzsche, el cual  despreció abiertamente las cualidades de bondad y piedad para con los débiles (propias, según él, de una religión blanda y decadente como el cristianismo), proclamando sin rubor que sólo la “Voluntad de Poder” debía caracterizar al Superhombre. Tanto Hitler como Nietzsche (que, por otra parte, critica a Darwin y pretende ir un paso más allá de él) aplican el principio darwiniano de la forma más simple y grosera, reduciéndolo a “la supervivencia del más fuerte”: éste es el gran peligro de un principio que, al no aportar ninguna información per se, es susceptible de ser interpretado como mejor convenga. Se equivocan, no obstante, pues, como señalábamos anteriormente, las cualidades que garantizan las supervivencia son cambiantes e imprevisibles, y no siempre están relacionadas con la fuerza. Tal vez, el hecho de que nuestro mundo se halle hoy más cerca del colapso que de la supervivencia sea un síntoma de esta fatal equivocación.
En cualquier caso, lo cierto es que la supervivencia del más apto, ya sea en su variante darwiniana o (más frecuentemente) en la nietzscheana, se ha convertido, sintomáticamente, en el lema de fondo del mundo contemporáneo en su totalidad, y, de hecho, se empieza a practicar ya desde las propias escuelas infantiles, donde se inculcan a los niños los principios de feroz competitividad que habrán de desarrollar durante sus vidas adultas para poder, literalmente, sobrevivir.
Habiendo creído descubrir una ley natural inexorable, el hombre moderno ha convertido su sociedad en una jungla nueva y sofisticada (¡la “evolución” cierra su ciclo, retornando a los orígenes!), en la que ser más apto significa ser calculador, carecer de escrúpulos, trabajar frenéticamente... y procurar pensar lo menos posible[4].
¡Qué gran idea!
Por cierto, señor Darwin: después de usted, algunos otros naturalistas se han interesado por la fauna avícola de las islas Galápagos, y han realizado estudios interesantes. Han descrito cómo, en temporada de grandes sequías, aumentaba notablemente la población de pinzones de pico grueso, especializados en ingerir sólo semillas duras, mientras las poblaciones de pinzones de pico fino disminuían peligrosamente. En cambio, cuando sobrevenían fuertes inundaciones (el fenómeno meteorológico conocido como “El Niño” afecta precisamente a esa zona del Pacífico), las islas se cubrían con enormes cantidades de semillas blandas y jugosas y eran las subespecies de pico fino las que prosperaban en detrimento de las primeras, que apenas podían encontrar alimento adecuado para ellas.
¿Cuál de ambas subespecies (por simplificar, ya que existen muchas otras clases de “pinzones de Darwin”) deberíamos considerar “más apta”? ¿Qué habría pasado si la naturaleza hubiera “seleccionado” a una de las dos y hubiera relegado a la otra, dejándola morir? ¿No habría condenado a la extinción a la especie entera[5], cuando las condiciones medioambientales hubieran dado un nuevo giro? ¿Es realmente seleccionar lo que hace la naturaleza, o es justamente lo contrario, esto es, mantener abiertas simultáneamente varias vías, sin descartar ninguna (si acaso, dejándolas en estado latente), para maximizar las posibilidades de supervivencia en cualquier circunstancia? ¿Qué sentido puede tener calificar de apto primero a un tipo y más tarde a su contrario? ¿Es éste un criterio científico?
En las condiciones socioeconómicas actuales, el hombre “más apto”, el que más probabilidades de éxito tiene, es el “tiburón” astuto, manipulador y sin escrúpulos de conciencia. ¿Le convierte eso en el ejemplo más perfeccionado de la especie humana, aquél que debe sobrevivir con preferencia sobre los congéneres menos adaptados?
Queremos creer que no. Queremos creer que aquí sucederá como en las islas Galápagos, que las condiciones ambientales volverán a cambiar, y el hombre piadoso y caritativo, hoy reducido a una existencia precaria (pero no totalmente extinguido) tendrá una nueva oportunidad, por el bien de todos.
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No pretendemos insinuar que Darwin fuera un estúpido. Su teoría constituye una elaboración creativa e inteligente de los datos que recabó durante sus viajes como naturalista: él comprobó que las especies respondían con eficaces modificaciones ante la presión del medio ambiente, y, como no podía saber que todas estas variantes estaban comprendidas en el plan genético original, y que no tendían a la transmutación de la especie, sino a su preservación en entornos diversos, no vio ningún obstáculo que le impidiera imaginar un oso polar transformándose paulatinamente en ballena. Él no lo vio, y ninguno de nosotros lo habríamos visto en su lugar; pero lo cierto es que el obstáculo existía. Ninguna de las modificaciones que él observó y describió suponía la creación ex nihilo de información genética nueva, sino sólo la potenciación de unos genes sobre otros, entre todos los que constituían el código genético de la especie. Algunos pinzones podían nacer fortuitamente con el pico grueso, porque ya existía la información para generar ese órgano dentro de una cierta gama de tamaños y grosores. Las condiciones del entorno podían hacer que, en determinado momento, un cierto tipo de pico resultara ventajoso sobre otro, pero no podían conseguir que, por ejemplo, le salieran dientes, porque el genoma del pinzón no incluye información sobre dientes[6]. La selección natural parecía contar con un ilimitado poder de creación de formas nuevas, pero en realidad no era así; y, para explicar su modo de actuación, Darwin acuñó un concepto que también parecía muy convincente, pero que, en el fondo, no era más que una perogrullada: la supervivencia del más apto.
Aún habrá recalcitrantes que insistan en que, en un período de sequía, los pinzones de pico grueso se revelan efectivamente como los más aptos, y que es un hecho que por eso, y sólo por eso, sobreviven mejor que sus congéneres. Esto, de alguna manera, daría carta de naturaleza a la expresión “supervivencia del más apto”.
Es cierto. El problema es que no se puede extraer de aquí ninguna ley general, lo cual priva a esta observación de cualquier valor científico: tener el pico grueso no es en sí mismo mejor que tenerlo fino (como queda patente en época de inundaciones), así que no puede considerarse un “perfeccionamiento” más que de forma muy ocasional. La naturaleza, librada a este mecanismo de selección oportunista, no seguiría una línea ascendente, sino un simple zigzag que no llevaría a ninguna parte.
Sin embargo (podrían seguir arguyendo los más pertinaces), sí se pueden señalar algunas características que constituirían, indiscutiblemente, perfeccionamientos o mejoras, y que harían a su poseedor claramente superior a sus competidores en cualquier circunstancia, es decir, más aptos de forma absoluta. Por ejemplo, el sistema inmunológico, o el de coagulación de la sangre.
Es cierto también. Pero este tipo de “mejoras” presenta al menos dos problemas. El primero es que son siempre dispositivos de complejidad irreducible (y abrumadora, por cierto), muy difíciles, o imposibles, de ser generados mediante un “golpe de suerte”: requerirían la aparición fortuita de una enorme cantidad de información genética, cosa que, como hemos visto, no forma parte del mecanismo de la selección natural. El segundo es que, más que “mejoras”, son de por sí elementos imprescindibles desde un principio: ningún organismo superior podría sobrevivir sin ellos. No podemos imaginar a generaciones enteras de vertebrados de cualquier especie subsistiendo durante millones de años sin estar dotados con sistemas inmunológicos o de coagulación sanguínea perfectamente funcionales. En cualquiera de los casos, el concepto darwiniano nos lleva a un callejón sin salida.



[1] También se puede enunciar este razonamiento en la forma de una petitio principii:
          -Sólo sobreviven los más aptos
          -¿Por qué?
          -Porque los más aptos están mejor dotados para la supervivencia.
[2]No es el más fuerte [ni] el más inteligente el que sobrevive. Es aquél que es más adaptable al cambio”. Ésta es la única explicación que ofrece Darwin, una explicación que, obviamente, no explica nada, puesto que tampoco existe ningún criterio para discernir la capacidad de “adaptación al cambio” que no se derive a posteriori de la propia supervivencia.
[3] Para aquéllos que consideren injusto o abusivo mezclar el nombre casi “sagrado” de Darwin con asuntos tan enojosos como el racismo y el exterminio, hemos reunido algunas citas textuales del autor británico en la entrada titulada "Las 'otras' ideas de Darwin".
[4] El geólogo inglés Adam Sedgwick, profesor y amigo personal de Darwin, declaró tras leer El Origen de las Especies: “Si este libro llegase a encontrar la aceptación generalizada de la gente, ello iría acompañado de una bestialización de la raza humana como nunca se había visto antes”.
[5] Se ha podido comprobar que las distintas subespecies de pinzones se pueden llegar a cruzar entre sí, produciendo descendencia fértil, por lo que no es descabellado seguir considerándolos una especie única. También es cierto que, en condiciones normales, los apareamientos sólo se dan entre miembros de una misma clase, quizá porque las modificaciones en sus picos han alterado el canto propio de cada variedad y, con ello, su reclamo nupcial. En cualquier caso, todo apunta a que la mal llamada selección natural no tiene como objetivo traspasar la barrera de las especies.
[6] Es verdad que pueden tener lugar mutaciones sobre el código genético, y el propio Darwin (sin conocer aún el concepto de “mutación”) señaló ya el caso del escarabajo de la isla de Madeira, que es un coleóptero mutante sin alas. Se trata de un perfecto ejemplo de selección natural sobre mutaciones espontáneas ventajosas, porque la capacidad de volar puede resultar nefasta para un insecto que vive en una isla, expuesto a ser arrastrado al mar por los vientos. Ahora bien, en este ejemplo, como en otros similares que se han descrito, la mutación supone siempre pérdida de información, y no ganancia espontánea (en un paquete de información dado, se puede perder parte por azar, pero no se puede generar espontáneamente más de la que hay). Es decir, una especie voladora puede perder sus alas y resultar  eventualmente beneficiada con el cambio, como una especie que viva en perpetua oscuridad puede perder sus ojos, que para ella no representaban más que una fuente de infecciones y problemas; pero no se ha observado nunca el caso contrario, a saber, la aparición espontánea de un órgano complejo.

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